De entre todos los detalles que añoro de aquellos bares de mi mocedad figura singularmente uno muy especial: las gramolas. Los difuntos jukebox, hermosos armatostes que se aplastaban contra las paredes de nuestros garitos de confianza, hasta donde habían emigrado desde su lugar natural: los billares, también llamados futbolines o salas de juegos. Fue allí donde los conocí: saludando a la entrada del Nico o del Toky, por citar los dos que más frecuenté de crío. Ya cuando empecé a afeitarme, tropecé con las amadas gramolas en unos cuantos bares, de donde se fueron retirando a medida que otros artilugios, como las primeras máquinas de marcianitos o los pinballs, reclamaban ese espacio. Su acta de defunción se firmó cuando desembarcaron los tragaperras, de modo que se rompió ese matrimonio de acto que formaban la máquina de donde salía música y la máquina de donde salía tabaco… que a veces también se anunciaba con alguna melodía que apagaba las tonadas del juke box.
Una pena. Porque en aquellos aparatos se podía escuchar la música que nos negaban los 40 fundamentales o la propia discoteca familiar. Los discos costaban una pasta y hacerse con ellos exigía medir muy bien las monedas que tuviéramos en el bolsillo; de hecho, preferíamos gastarnos la pasta en los elepés que en los sencillos, así que algunos temas de moda sólo salían a nuestro encuentro en los bares. De modo que pasar la tarde sentado delante de la gramola, pulsando ese numerito enigmático del disco, verlo luego moviéndose como por control remoto, encajando en la aguja mágicamente, reintegrándose luego a su lugar tras la primera escucha… Aquello de darle al botoncito (K14, Credence; F3,Sandro Giacobbe; A1, Los Pecos) y que saliera la música por los bafles tenía su embrujo. Un embrujo magnético, que te llevaba a clasificar los bares en función de la música que ofertaban sus gramolas.
Durante largo tiempo, ese bar que contenía el supersonido de los 70 (y de los últimos 60, y de los primeros 80) fue para mí una barra ya difunta: el Sajarahuit de avenida de Colón. Bar de incierta nomenclatura (¿Qué nos querría decir el dueño con ese nombrecito? ¿Tal vez había servido como legionario en el antiguo Sahara español?), le confería un encanto singular su emplazamiento subterráneo y la mentada gramola que uno se topaba a la entrada, según descendía por las escaleras. La barra a la derecha y al final, semiocultas por un biombo, unas breves mesas para jugar las cartas: lo que se dice un bar de barrio, de esos que abundaban tanto por Logroño, que gozaba de una clientela fiel sobre todo los domingos a la hora del aperitivo y los sábados a media tarde. Allí veo aún a los parroquianos conspicuos, dándole al naipe, y allí me veo a mí, subido al taburete, siempre el mismo ritual: uno de la cuadrilla ponía Queen (su carrera de bicicletas, ¡¡¡aquel póster de ciclistas en top less!!!), el segundo subía un tema de Deep Purple (en efecto, fumando en el retrete) y al final caía mi favorito, la ELO, grupo que sólo los más incondicionales recordarán del que era muy fan por entonces. El tema se llamaba Dulce Mentirosa y era imposible de adquirir en las tiendas, ni siquiera lo mandaba Disco Play en su boletín mensual, tan deseado. Así que una tarde, cuando supimos por el dueño que el bar se cerraba al día siguiente y nunca más volvería a abrir sus puertas, le pedimos que nos vendiera a cada uno nuestro disco favoritos. Ingenuos, pensábamos que nos los regalaría, pero no: nos los cobró. Ni siquiera nos dio la carpeta: nos conformamos con el puro single, que nos llevamos a casa como un tesoro. Visto con perspectiva, en cada nueva audición compruebo que no estaba mal, pero que no era para tanto.
Como la nostalgia, en general.
P. D. Cuando las gramolas ya habían desaparecido de las barras logroñesas, encontrarse con una de ellas representaba para la trasiega un aliciente de gran envergadura, que justificaba excursiones a bares que en principio caían lejos de la jurisdicción personal. Así ocurría con el viejo Tigre, que se mantuvo durante años fiel al jukebox… aunque con una oferta musical digna de mejor causa. Su encanto tenía un punto kitsch: rancheras pasadas de moda, cantantes ignotos, canciones rancias más que rancias… Sólo brillaban los Rolling, que desempolvaron para aquel garito de la calle Mayor una versión del Come on de Chuck Berry: una bella antigualla que justificaba cada visita a un bar curioso como pocos, con su cabeza de (en efecto) tigre bengalí disecada vigilando a la clientela.