Mientras preparaba una inminente entrada sobre las actividades como camareros de unos cuantos personajes riojanos, caí en la cuenta de que tal vez fuese más adecuado empezar recordando mi propia (y escasa) experiencia en el sector, por aquello de predicar con el ejemplo. No es gran , pero me apetece sobre todo por traer hasta este blog a una gran familia de la hostelería riojana, los Langarica-Santander, por quienes siento un cariño mayúsculo.
Finales de los años 70, Sociedad Recreativa Cantabria. Todavía había piscina de hombres, de mujeres y mixta (la misteriosa mixta: primera vez que oía esa palabra, pensando que era algún pecado) y al frente del bar se sitúan José Luis y Pili. Acarreaban ya una amplia experiencia en el sector pero nunca se habían enfrentado a semejante toro: por entonces, la sociedad contaba ya con miles de socios, miles para un único bar. Como disponían de una amplia baraja de hijos en edades similares a la mía y la de mis hermanos, las dos familias confraternizaron y de aquella relación surgió eso de ayudarles de vez en cuando en la barra, superados muchas veces ellos y sus camareros de plantilla por el aluvión de clientes, sobre todo en hora punta: la de comer, con incesante demanda de porrones previo intercambio de ficha para compensar roturas, desapariciones o mangancia; la del café, con las correspondientes partidas de cartas y llenazo de no hay billetes para ver por la tele (mayúsculo aparato casi colgado del techo) Verano Azul o lo que echaran entonces (¿Orzowei?); o la hora nocturna, cuando arreciaban las cenas familiares, de nuevo regadas por el vino con gaseosa emporronado. Sin contar el ingente trajín del restaurante en el momento del almuerzo… Sofocante actividad que agradecía que alguien, cualquiera (es decir, incluso yo) echara una mano.
Mi pobre actividad fue doble. Consistió, por un lado, en hacerme cargo a ratos de un rincón de la barra donde se despachaban chucherías infantojuveniles, como los pastelitos llamados Tigretón, Bucaneros y Pantera Rosa, que eran lo más demandado, en reñida competencia con los Palotes: acababa de salir con sabor a fresa, gran suceso. Mi otro cometido era algo más exigente: junto a la mixta (otra vez la palabreja) se situaba un pequeño quiosco de bebidas, que se abría al mediodía y se cerraba a la hora de comer. Se alimentaba su oferta de refrescos y polos (empezaba por entonces a descollar el llamado Calipo, según recuerdo) y mi labor consistía en llenar la cámara frigorífica, despachar la mercancía (a veces, con gran éxito: llegó a vaciarse en más de una ocasión la nevera), chapar y entregar la recaudación. ¿Qué percibía a cambio? Cariño. Sobredosis de cariño, sobre todo porque Pili, jefa de aquel matriarcado, es una de las personas más bondadosas y generosas que he conocido. Su cariño se materializaba en forma de jugosos bocadillos y en la licencia para dormir en la casa que a la familia de abastecedores cedía la dirección de la sociedad. Un curioso piso situado encima del bar.
Allí vivía también el entonces regente, Ricardo, y allí subíamos ya de madrugada, porque para merecer la dicha de dormir en Cantabria y (sobre todo) gozar del privilegio de bañarse a la luz de la luna con todas las piscinas a tu disposición, primero había que dejar el bar recogido e impoluto, lo cual exigía llevar la basura hasta el exterior de las instalaciones, las llamadas ‘quincenas’, un macrovertedero ubicado donde hoy se alza la UR, muy rico en la fauna propia de los basureros y perfumado como cualquiera se puede imaginar. Superado aquel trance, luego del mentado chapuzón nocturno, llegaba la hora de dormir…. Y hasta la mañana siguiente: fueron un par de veranos de mozalbete que significaron mi estreno y mi despedida del sector. Una experiencia gratificante que, ya lo sé, no sirve de gran cosa comparada con el sacrificio que exige defender una barra en plan profesional, pero que a mí me valió para abrir un poco más los ojos y concluir que una vez yo también fui camarero.
P.D. He estado buscando en mi archivo algún testimonio gráfico que demuestre que, en efecto, trabajé de camarero pero sin suerte. Tampoco he podido localizar fotos antiguas de Cantabria, de su bar o de sus piscinas. En el archivo de Diario LA RIOJA encuentro no obstante esta imagen de Herce: cuatro pelotaris en el frontón de hombres. Entre ellos, el legendario Jorcano, a quien recuerdo viviendo eternamente en el rebote, cuya pared era una prolongación de la pared del bar. Por allí sacaba para los pelotaris sus míticos porrones Emiliano, quien precedió a los Langarica defendiendo aquel bar de mi infancia.