Comentaba de pasada en una reciente entrada en este blog el caso de un negocio llamado Vinoteca que instaló en Juan XXIII allá por los años 80 un hijo del llorado Pepe Blanco. Fue la primera vez que oí esa palabra: vinoteca. Por entonces, esa enfermedad de la ignorancia que yo padecía (de la que uno nunca termina de sanar) era bastante común. Quiere decirse que el vino, incluso el servido en esta tierra que lo glorifica o precisamente por eso, era metódicamente maltratado en nuestros bares. El Rioja parecía un producto más valorado fuera que en casa. Como el vino de cosechero campaba a sus anchas por toda la región, y Logroño no era una excepción sino la regla, lo habitual era que se ofreciera en nuestros bares del siguiente modo, y que me perdonen los hosteleros más veteranos: lanzado más que depositado, preferiblemente en vaso (nunca en copa, que es conquista reciente) y según la ley del mejor postor. Es decir, cuanto más barato, mejor para quien lo expedía, puesto que la clientela se tomaba lo que le pusieran. Nulo nivel reivindicativo como bebedores de Rioja.
El resultado se ha comentado ya aquí en entradas anteriores: aquel vino de sabor más bien ácido, sin ninguna gracia, sólo favorecía los colocones propios de la Laurel y resto de templos. La feligresía aceptaba cualquier trago que se pareciera remotamente al vino, incluso si acababa por motear los labios sospechosamente de color morado, prueba fehaciente de que había tongo. Era un vino de matute. Sospecho que ni siquiera hubiera aprobado el examen del Consejo Regulador.
De modo que aquel empresario logroñés que un día decidió rendir tributo al Rioja y nos inició en el vocabulario hoy tan en boga, repleto de retrogusto, aromas a regaliz y frutos rojos, que ha popularizado voces como las hermosa denominaciones de nuestras variedades (mi favorita es la palabra viura, aunque garnacha tampoco está mal) ejerció como adelantado de su tiempo: acertó con veinte años de adelanto, que es una manera segura de equivocarse. El negocio cerró, pero no en mi memoria: cada vez que entro por la puerta de su sucesor, el templo de las chucherías llamado El Ángel, le rindo un imaginario tributo y le doy las gracias.
Le agradezco que nos enseñara una lección que progresivamente sus colegas de gremio han ido aprendiendo: no se puede maltratar al vino. Menos, al vino de Rioja. Y mucho menos en La Rioja. No recuerdo qué bar impuso la moda pero enhorabuena: el vino se ha ido glorificando entre nosotros, alcanzando el estatus que siempre debió tener, un sitio de privilegio en la oferta de nuestros locales que hoy compiten en servirlo con garantías, incluso con mimo… hasta llegar al extremo contrario: antes no llegábamos, ahora nos pasamos. Nos pasamos de listos, de pijillos. Ya sabemos que en torno al mundo del vino se han popularizado los usos y costumbres del nuevo rico, lo cual abre la posibilidad de que surja ese tonto que todos llevamos dentro.
No obstante lo cual, prefiero mil veces este tratamiento que hoy merece el Rioja entre nosotros que el arriba citado. Que yo sepa, hay dos bares en Logroño cuya columna vertebral es precisamente el vino y por eso se llaman vinotecas, como aquel que abría estas líneas. La Tavina de la calle Laurel y Crixto 14, de la calle del Cristo. Y es también habitual que la oferta en vinos sea el gancho con que otros locales nos atraen a los clientes: el Sebas, por ejemplo, será para mí siempre el bar de una de mis tortillas favoritas, pero de paso rinde tributo al vino de la tierra con tanto esmero como variedad. No es el único; cada cual tendrá sus favoritos, pero aquí citaré algunos de los míos: la bodega Murillo de República Argentina, el Pata Negra de la mentada Laurel y el Viníssimo y el Torres de la San Juan.
Todos ellos son, tal vez sin saberlo, pequeñas vinotecas. Y le dan la razón con varias décadas de retraso a quien tuvo la bendita idea de pensar que en la tierra de los mil Riojas nos merecíamos algo mejor que aquellos vinos que sabían precisamente a eso: a tierra.
P. D. Esta entrada continuará próximamente con otra sobre esta misma cuestión, puesto que el vino de Rioja lo reclama y merece. Como despedida, he pedido a mi compañero en Diario LA RIOJA Alberto Gil, gran periodista y excepcional conocedor del mundo del vino, que me cite sus tres bares favoritos a la hora de tomarse un vino en Logroño. Ahí va lo que me cuenta:
“1. Por supuesto, el Sebas, especialmente por la oferta de vino joven que ha escaseado históricamente y sigue siendo un grave defecto generalizado en la hostelería logroñesa.
2. La Tavina, porque, después de disfrutar con amigos durante años en San Sebastián y otras ciudades de vinos que no podía pagarme en solitario a precios de vinoteca, pagados a escote y sentado en un sitio agradable con algo de picar a precios razonables, ha abierto, por fin, esa posibilidad en Logroño (en casa del herrero siempre cuchara de palo).
3. Mi casa, aunque está cerrada al público. Por dos razones básicas: yo soy de botella más que de copa y, en segundo lugar, porque con la hostelería que, en términos generales, tenemos resulta que con la supuesta cultura del vino que le ha entrado de repente, chatear de vinos supone pagar unos márgenes del 300, 400 ó 500 por cien a unos tipos que ni cultivan la uva ni pagan por ella a los viticultores, compran las botellas de dos en dos (individuales no cajas) y si sacan más rendimiento a la birra ya le pueden ir dando por culo al vino de Rioja y a la madre que lo parió como históricamente han hecho. Es decir, que acepto de buen gusto pagar un 20, un 30, un 40 ó un 50% de margen a quien se lo curra, invierte, cultiva, elabora y vende el vino que al espabilao de turno que ha ido al IKEA a comprar unas copas y gana lo que no está escrito sin riesgo alguno.
(P.D.: si hay que decir un tercer bar, me gusta también el Torres, en la calle San Juan).”