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Jorge Alacid

Logroño en sus bares

Los camareros furtivos

Noemí Iruzubieta, a ese lado de la barra

Repasando antiguas entradas en torno al fascinante mundo de los camareros, reparo en que este oficio se ha ayudado a menudo tanto de manos aficionadas como de profesionales. O casi. Cualquiera puede comprobar que a su alrededor menudean los casos de amigos/parientes/conocidos que cierta vez saltaron al otro lado de la barra y desempeñaron, con más voluntad que eficacia al igual que quien esto escribe, tan digna profesión. ¿Quién no ha puesto una copa alguna vez, servido un vino, despachado un cafelito? Que levante la mano.

Para corroborar esta intuición, he pedido a unos cuantos compañeros de Diario LA RIOJA que confirmaran que, en efecto, todos fuimos una vez camareros. Furtivos, pero camareros. Y esto me responden mis amables interlocutores, a quienes agradezco el detalle de confesar sus delitos como camareros en este blog que también es su casa. Ahí vamos.

La gentil Noemí Iruzubieta, que aparece así de guapa en la foto que ilustra estas líneas, nos cuenta esto de su experiencia como camarera: “En mi caso, más que segunda ocupación, fue la primera. Trabajé siete años en un bar de copas de Nájera y en decenas de fiestas de los pueblos en chiringuitos con música pachanguera, garitos de bakalao, barras universitarias, bares de pueblo poniendo vermús y el clásico café, copa y puro… Eso sí, estaba muy bien pagado y se bebía gratis”. Y añade: “Entre las miles de anécdotas: bronquillas con algún listillo que quería hacer un ‘sinpa’, ligoteos con clientes, grandes amigos, mucho colgao gracioso y, sobre todo, muchas risas”. ¿Cualidades del buen camarero? “Paciencia, buen humor, empatía, rapidez y un punto de bordería”. Conclusión: “Mi reflexión es que el oficio de camarero engancha”.

Toma ahora la palabra el amigo y célebre bloguero Teri Sáenz. Estas son sus reflexiones: “El Boogaloo no era entonces un bar escondido al final de la calle Santiago, sino el lugar de peregrinaje en el que siempre empezaba y acababa todo. Además de dueños, Kike y Raúl tenían (tienen) la condición de amigos, de forma que la barra era una línea difusa en la que yo pasaba dentro alguna vez y ellos se acodaban fuera para tomar un respiro hasta que la noche entraba y el local empezaba a poblarse. Cuando la clientela se apretaba, los ratos al otro lado se prolongaban a cambio de alguna ronda gratis y la oportunidad de pinchar esos vinilos con las carátulas humedecidas que la aguja se sabía de memoria. Eran aquellos tiempos memorables. Años de humo en que aún se servían medios cubatas y Los Ramones todavía conservaban algún miembro vivo. El día que traspasaron el negocio mutilaron mi incipiente carrera de camerero-diyei, que luego prolongué en fines de semana esporádicos y fiestas de guardar para pagarme mis propios discos en bares ajenos plagados de despedidas de soltero/a en los que sólo sonaba como un bucle Follow de leader. Misteriosamente, Kike y Raúl aún no me han borrado de su catálogo de amigos. Y lo más intrigante: cuando vuelvo al antiguo Boogaloo las paredes me guiñan el ojo como si me conocieran de algo.

Y concluimos con la experiencia que acreditan las canas tiñiendo las sienes del caballero Del Río, José Antonio para el mundo, Toño entre estas cuatro paredes que nos albergan, que se nos ha ido arriba. Quiere decirse que escribe largo pero bonito. Ahí queda eso:  “En 1981, el que suscribe andaba lidiando con el COU en el desaparecido colegio Valvanera de la calle San Agustín (ya, entre bares bares). Compartía aula por primera vez con el género femenino y entre sus preocupaciones -además de driblar esa amenaza oscura por nombre Selectividad que nos esperaba a vuelta de hoja de calendario-, se había instalado ya definitivamente la de ganar algún dinerillo para sus cosas. Era el imperativo del ocio adolescente, de la súbita irrupción del otro género que les contaba y del formar parte de una buena familia numerosa. Y si cuando el ocio pasaba por salir, comer, beber y viajar era indubitablemente oneroso, cuando se le sumaba el efecto sexo opuesto, qué les voy a contar. Eran los primeros 80 y pese a lo raquítico de nuestras  economías, tratábamos de mantener con cierto garbo el espíritu de gilipollas orgullosos pagafantas. Qué le vamos a hacer.

Fue de esos polvos -en la primera acepción del término que contempla el diccionario, mire usted- de donde surgieron los lodos de mi temprana relación con el mundo (o el submundo) de los bares al otro lado del mostrador.

Recién nacidos los 80, en Logroño había tres tipos de bares: las añosas tascas del Laurel, San Juan y Mayor; los de cada barrio, que se atendían en familia; y ese invento casi recién importado, el pub, que se reproducía como los champiñones en Autol en las calles Chile, Vitoria y aledaños a la sombra de los pioneros Robinson, La Taberna, Mi Amigo y el Pat Garret de la vecina Industria. Por su novedad, caí, caímos, por allá primero en furtivas visitas vespertinas y más tarde ya en la noche porque salir era La Zona o no era salir. Rober, Sub o el recordado ¿Mimos? de la calle Chile (que murió por el sobrepeso de los besos y magreos acumulados en aquel altillo oscuro como un pozo)… Y Lorca, el Lorca primigenio, el Lorca granadino con estética de rancio patio andaluz aunque había sido parido poco antes por Nacho, un armador de Ondárroa con ya entonces ocho apellidos vascos o más. Lorca fue mi/nuestro  primer destino laboral. ‘Nuestro’, escribo, porque trabajamos en equipo, como las cuadrillas de los vendimiadores que se reparten a demanda de la necesidad. No me pregunten por qué, pero de una tarde a la siguiente nos vimos del otro lado de la barra sirviendo cervezas en botellines de un tercio a 50 pelas la ración, cubalibres de Bacardí a 100 y tónicas con MG, o con Larios o con Gordons todo lo más a 125, quiero malrecordar. Todo en vaso alto, tres cubitos y media rodaja de limón; sin más mariconadas. Y el personal triscaba trago tras trago, copa tras copa, sin solución de continuidad para mayor gloria de la caja que no dejaba de sonar, clin, clin, clin, hasta que sobre las tres tocaba echar el cerrojo porque los Harrelson, que eran ¡mucha, mucha Policía!, andaban al acecho y la municipalidad no se andaba con los remilgos de ahora a la hora de la multa o el cierre circunstancial.

El curro, para alguien que apenas acababa de estrenar la mayoría de edad, era casi más que otra cosa un divertimento de 7 a 10 y de 11 a 3; un divertimento saneado  a razón de cinco o seis mil pesetas la noche de fin de semana. Cinco o seis mil el viernes y otro tanto si se terciaba el sábado. Total, sume usted, diez o doce billetes verdes, en negro, lo que hoy, treintaytantos años después, serían 60 o 70 euros de vellón. Un pastizal, vamos.

En Lorca aprendimos lo que pudimos de asunto el copeo del perpetuo Vicente, que ya allí estaba cuando llegamos y aún sigue hoy en la versión Poeta en Nueva York; aprendimos de Mani, entrañable personaje que compartíamos con el vecino Sub; de un Alfonso del que nunca volví a saber… Como aprendimos después de Paco y de Tasio Bergés en el cercano Tío Tito, adonde también nos condujo la necesidad de un local hasta la bandera en sesiones de tarde y noche de los tiempos en que salir en Logroño era La Zona o, simplemente, no era salir.

Aquella nunca pretendida vocación me alegró la economía y las pulsiones juveniles los dos años siguientes en estos y en otros bares, detrás de esas y de otras barras cada fin de semana cuando me lo permitían mis obligaciones universitarias, que fue de muchas veces, las más. Hasta que llegó el periodismo y las prácticas y el trabajo. Pero esa es otra afección. Crónica esta vez”.

P.D. Lo dicho, que muy agradecido al trío de colaboradores. Y que si alguien se anima, lo de siempre: que está es su casa.

Un recorrido por las barras de la capital de La Rioja

Sobre el autor

Jorge Alacid López (Logroño, 1962) es periodista y autor de los blogs 'Logroño en sus bares' y 'Línea de puntos' en la web de Diario LA RIOJA, donde ocupa el cargo de coordinador de Ediciones. Doctor en Periodismo por la UPV.


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