Gracias a la amiga Julia Baigorri, que incluyó en su perfil de facebook una divertida reflexión a raíz de un incidente en los lavabos de un bar, he decidido dedicar esta entrada a ese oscuro rincón que llamamos retrete, voz que prefiero al eufemismo excusado. Prometo no caer en la escatología, pero es que siempre recuerdo la máxima de un buen amigo según la cual puede colegirse la calidad de cualquier establecimiento hostelero visitando antes que nada sus váteres: así he caído en la cuenta de que este blog no había reservado ni una triste línea a tan trascendental cuestión.
¿Qué contaba Julia? Pues su extrañeza seguida de una cuantas dudas y cavilaciones cuando acudió al lavabo de cierto bar recientemente y tropezó con que en lugar del caballero y la dama habituales para distinguir con sus dibujitos una puerta u otra, las imágenes eran de… un volcán y una luna. Bonito acertijo. Lo cual es últimamente tan usual que casi se ha convertido en tendencia, como si los dueños de cada garito desistieran colocar las sencillas letritas de antaño (la c de caballeros, la s de señoras) y le hicieran un guiño a su clientela en plan te vas a enterar de los modernos que somos. Como cualquiera, yo también he visto crecer ante nuestros ojos esta manía funesta. Y digo funesta porque de suyo, cuando uno visita el lavabo, las prisas por aliviarse casan mal con tener que previamente solucionar un crucigrama, resolver un sudoku o despejar una ecuación. Que tales son las proezas que con frecuencia se nos plantean en la antesala del mingitorio, con un grado de dificultad que yo he decidido solventar a la bravas, perezosamente, mediante dos atajos.
El primer método, cuando no acierto a concluir cuál de las dos puertas es la mía, es echar un vistazo dentro, luego de asegurarme que no hay inquilinos en el interior, y comprobar si está dotado de urinario de caballeros, ese tótem empotrado en la pared que disipa no pocas dudas. Si falla este primer acercamiento, hay plan b: esperar. Esperar a ver si entra alguien más avispado, lo que en mi caso es fácil, y dilucida por mí la cuestión. Perruna y borreguilmente, me limito a copiar lo sus movimientos.
Como se deduce, incómoda tesitura la que atraviesa la parroquia en un momento clave, cuando no estamos para solventar enigmas y además no llevamos a mano las gafas de cerca, pero en fin: tendrá que ser así, aunque tanta modernidad nos acaba haciendo añorar, quién lo hubiera supuesto, los viejos y cutres váteres de nuestra mocedad, incluidos aquellos que el vulgo denominaba a pedales, que antaño colonizaron los bares de Logroño y alrededores. Poco a poco, aquellos infectos espacios que ayudaban fortalecer nuestras pantorrillas y adiestrar nuestra puntería, fueron reemplazados por relucientes sanitarios de la omnipresente marca Roca, pero algunos resistieron durante largo tiempo, inmunes tanto a la modernidad como a las más elementales normas de higiene. Ah, el váter del Tívoli, donde en los años de plomo podías tropezarte con los primeros yonquis logroñeses. Ah, el inodoro del Villarica, que ponía contumazmente a prueba nuestras pituitarias. Ah, el excusado favorito de tanto adicto a la Laurel, el del Bambi desaparecido: puesto que se situaba en el breve patio del bar, en invierno garantizaba alguna meada bajo cero. Pero eso sí: nunca por entonces nos confundimos de puerta. Quien se equivocaba, lo hacía a propósito.
Aunque esa es otra historia
P.D. Leyendo la peripecia de la Baigorri, he recordado la primera vez que me sucedió algo así: eso de no saber hacia qué taza tenía que apuntar. Ocurrió en Londres, en el muy pijo barrio de Chelsea, durante la visita al no menos pijo garito llamado The Botanist que recomiendo visitar. Al grano, que me paso de pedante: en la antesala del lavabo, dos puertas decoradas con sendos dibujos representando a una mariposa y una serpiente. Adivina, adivinanza: dónde estará mi váter. Y otra adivina, adivinanza: en cuál de ellas entró servidor. Y en cuál de ellas hubieran entrado mis improbables lectores.