Quien escribe estas líneas es logroñés. Riojano. Habitante de la futura Ebrorregión. Lo cual significa que si puede expresarse a gritos, para qué va a hablar en voz baja. Como tantos paisanos, sigo esta tendencia en cada ocasión que me peta: saludando al conocido voceando desde el coche (opcional acompañamiento de bocina), hablando por el móvil hasta que reviente el medidor de decibelios y, por supuesto, vociferando en los bares y resto de locales del sector de la hostelería. Aunque debo confesar que, comparado con otros compatriotas peritos en la misma costumbre, mis gritos no son gran cosa: son multitud los riojanos que me superan en eso de expresarse a pleno pulmón, de modo que pese a los atributos arriba citados a veces parezco más bien escandinavo. En eso de hacer ruido en los bares, siempre hay quien te gana. Empezando por los dueños.
Un ejemplo. Estupenda mañana de primavera en Logroño, cafelito mañanero en una terraza con vistas al río. Se escucha el rumor del padre Ebro viajando hacia Zaragoza, la brisa acompaña la banda sonora matinal con un leve eco, los adictos al footing (ahora se dice running: mejor, muuuuuuuuucho mejor que decir corriendo en castellano, no vaya a ser que logremos entendernos) van echando el bofe sumando el sonido de sus pisadas a la polifonía general… Y de repente… De repente, sin que nadie lo haya pedido, desde los altavoces atruena el chundachunda de los 40 fundamentales. Horror. Bueno, un horror relativo: a nadie salvo al abajo firmante parece importarle. El resto de la parroquia hace lo habitual en estos casos: elevar a su vez el nivel del propio vocerío, de modo que poco a poco todos nos convertimos en cien por cien riojanos. Adiós a la plácida mañana de bar: ya estamos hablándonos a gritos para sobreponernos al ruido. Cortesía de la casa.
Yo me marché esa mañana, miembro de la cofradía de resignados ante el ruido que nos arrebata el placer de acodarnos a gusto en nuestra barra de confianza y preservar el rito sagrado de la tertulia. Sobre todo, porque he comprobado que sonorizar en condiciones un bar no es tan difícil. Sí que es caro, así que viene siendo habitual que se empiece a ahorrar en estos detalles y se acabe por pensar en el cliente como si careciera de los derechos propios a cada consumidor. Ya ni siquiera me extraña que no nos extrañe: nos hemos acostumbrado a ingresar en cualquier bar, sufrir la música que nadie ha pedido a niveles que harán feliz al otorrino de guardia y marcharnos a otro local. Con la música a esta parte: porque en el siguiente solemos padecer igual trato, con parecidos resultados. Desaparece la charla relajada y en tono confidencial, que se ve sustituida por ese griterío tan alarmante y no: no nos quejamos. Hay una ventaja: te acostumbras a hablar a gritos, sin escuchar a tu interlocutor, y ya te pueden fichar de tertuliano en la TDT.
El caso es que no nos quejamos, aunque dudo que podamos seguir así mucho tiempo, porque ya digo que no es tan difícil insonorizar bien un bar. Hace años asistí a la inauguración de un local en Logroño y por azar me tocó compartir mesa con el arquitecto autor del proyecto. El buen hombre me contaba cómo había desplegado su talento para convertir aquel espacio en un lugar cálido, agradable. A su juicio, la clave, oh sorpresa, era la insonorización: lo había forrado de madera. Autóctona, por cierto: madera de bosques riojanos. Siempre que vuelvo por allí, recuerdo esa conversación, porque es un raro ejemplo de local donde puedes hablar sin forzar la voz y el compañero de al lado, milagro, milagro, resulta que te oye. El prodigio se repite en sentido opuesto: te hablan y escuchas lo que te dicen sin que sufran las cuerdas vocales del vecino. En consecuencia, se genera un ambiente agradable, dan ganas de quedarse un rato más, pedir otra ronda. Te felicitas por haber dado con un espacio civilizado, donde no te sientes amenazado por el bafle. Un lugar donde la única música que quieres escuchar es el murmullo del vino cayendo sobre la copa y la charla de los amigos. Un lugar llamado bar.
P.D. Escribo estas líneas inspirado por una reciente entrada en el blog de El Comidista, el muy interesante espacio que el hermano menos famoso de la familia López Iturriaga gestiona con olfato y mucha clase. Aquí os dejo un enlace para disfrutar con sus ocurrencias como he disfrutado yo http://blogs.elpais.com/el-comidista/2014/06/por-favor-disparen-al-pianista.html. A las que añado una advertencia: en verano, el ruido interior de los bares se traslada a las terrazas; adentro acecha otro enemigo temible: el aire acondicionado. Una muestra muy conseguida de hasta donde llega nuestra estupidez occidental, el derroche de energía sin sentido, la exhibición de opulencia que a mí me deja siempre cavilando: cómo es posible que en verano tengas que abrigarte para entrar en un bar. Cuándo nos volvimos todos tan locos.