Hace unos dias tropecé por televisión con el gran Francis Paniego enseñando el secreto mejor custodiado en su casa, el Echaurren de Ezcaray, en cualquier de sus encarnaciones (incluyendo nuestro logroñés Tondeluna): sus croquetas. El programa, de alcance nacional, resultó muy ilustrativo, al menos para quien esto escribe, puesto que se confiesa más bien inmune al encanto de tal bocado. Sí, bueno: ya sé que voy en contra de la corriente general adicta al croquetismo, pero son las cosas del servicio militar, vulgo mili. Quien haya vestido de caqui lo entenderá: si cada ser humano tiene fijada cuando nace la ingesta de un número determinado de croquetas, basta cumplir un año a las órdenes del Ejército español para que esa cifra sellada desde la cuna por el destino se multiplique. Exponencialmente. Croquetas cada día en el almuerzo, las sobrantes para la cena y no te las endiñaban de desayuno porque el sargento de cocina se apiadaba de nosotros.
Y sí, bueno: ya lo sé. Ya sé que aquella masa informe que solía llevar Findus de apellido poco o nada tiene que ver con estos exquisitos manjares que salen de los fogones de los cocineros riojanos, pero qué le vamos a hacer: uno ve una croqueta en un plato y se retrotrae, máquina del tiempo mediante, al tiempo en que gastaba uniforme del cuerpo de Ingenieros y gorra con aquel llorado eslogan: 81/8º. Yo ya me entiendo. Me veo con la bandejita metálica por el corredor de los comedores del cuartel y lo que veo no me gusta: en efecto, allí aparece la diaria ración croquetil, una engrudo que exigía una digestión elefantiásica, que se hacía fuerte en el área estomacal durante unas cuantas horas y cuyo sabor tanto me recordaba a los areneros de las piscinas de Cantabria. Una gollería, vaya.
De modo que todavía hoy, una glaciación después, tropiezo con una ración de croquetas, incluidas las mejores del mundo, y me dejan frío. No quiere decirse que sea ajeno a su degustación y de hecho he tenido durante largo tiempo entre mis tapas favoritas una de ellas: la croqueta de manitas que elaboran con singular encanto en el Vinissimo de la calle San Juan, aunque si soy sincero creo que me gustaba más por lo de dentro (las mencionadas manitas) que por el rebozo exterior. Citaré aquí otras que también me han tenido entre sus seguidores, como la de calamar que despachan en la Taberna del Tío Blas o la polifónica oferta que sirven en el Torres, pero la verdad es que me prodigo poco. Veo salivar a mis compañeros de ronda cuando se aproxima la cita croquetera en algún bar de confianza, observo a mi alrededor una legión de fans entre los seguidores del universo croquético y compruebo que triunfa entre nosotros una corriente que ha entronizado a la croqueta en general como el bocado entre los bocados, la tapa estrella, el tentempié ganador.
Todas estas digresiones vienen a cuento de que este viernes tenemos una cita con el rarísimo universo de los días mundiales. Por haber, hay un día en el calendario anual de días mundiales dedicado.. a los días mundiales. Como las muñecas rusas, más o menos. Así que como ahora toca el día mundial de la croqueta, que vaya usted a saber en qué consiste, he pensado en aquel reportaje de Paniego elaborando el plato estrella que ideó su madre Marisa Sánchez y humildemente me arrodillo. Abjuro de lo antedicho porque me dejó noqueado. La alta cocina se ha popularizado tanto que corre el riesgo de vulgarizarse: dejamos de conceder valor a lo que sí lo tiene. A esas obras de arte, auténticos trabajos de orfebrería e ingenio popular. A esa conclusión llegaba mientras me maravillaba con el delicado trabajo que ejecutaba Paniego, componiendo la mezcla de alimentos que luego mimaba como si fuera un bebé mientras hacía la bechamel, el exacto equilibrio entre ingredientes, la textura sublime que alcanzaba al final del proceso (visible incluso a través de la pantalla), la freiduría no menos minuciosa, la sabiduría transmitida entre generaciones que garantiza que esa croqueta es ‘la’ croqueta y no se parece en nada a la que usted o yo hacemos en casa (lo cual muy improbable en mi caso)…
Esas son las croquetas que el equipo de Tondeluna ofrece en El Espolón, candidatas como el resto de las que se despachan en los bares de Logroño a imponerse en el concurso (por llamarlo de alguna manea) que desde aquí lanzamos: cuáles son las mejores croquetas de Logroño. Y no vale responder con la clásica frase de “las que prepara mi madre”. Tienen que forma parte del menú propio de las barras acreditadas en la capital de La Rioja: como premio, una promesa. La promesa de que sortearemos entre los participantes una consumición de croquetas (claro) en el bar que resulte ganador. O, al menos, lo intentaremos. Nos aprovecharemos de la buena voluntad que distingue al sector hostelero local, sospechando que al bar cuyas croquetas sean las elegidas por nuestros improbables lectores le apetecerá tener un detalle con su clientela. Aunque sólo sea por presumir.
P.D. Los más prestigiosos críticos de cocina suelen coincidir en destacar las croquetas de la familia Paniego entre las mejores de España. Digo familia y digo bien, creo yo: porque además del talento de la matriarca del clan, doña Marisa, y del de su hijo Francis, a éste le entendí en el citado reportaje televisivo que también su padre metió la cuchara, nunca mejor dicho, para que el bocado resultara más tierno que crujiente. No excesivamente crocante, defecto en que a mi modesto juicio se suele incurrir cuando de croquetas se trata. En la imagen que acompaña esta entrada vemos por cierto al mencionado Francis presumiendo de croqueta; que no se vea favoritismo en esta foto. Porque esa misma crítica gastonómica que ha entronizado al Echaurren y sus hijos desconocerá seguramente las que se sirven en las barras de Logroño. Así que lo dicho. ¿Cuál es la mejor croqueta de Logroño? Y quien se anime a contestar, que recuerde lo que decía Coubertin: lo importante es participar.