Recientes incursiones por el barrio de Madre de Dios me animan a reparar en una tipología de bares que apenas ha atendido este blog pero que merece una mirada más detenida: el bar de barrio. Del que conocemos abundantes testimonios por Logroño, del que todos hemos sido alguna vez clientes, del que nutre cualquier análisis sociológico que pretendamos construir sobre nuestra experiencia urbana. Un análisis que resulta pertinente incluso en una ciudad como la nuestra, donde el concepto de barrio, entendido como un enclave dotado de acusada identidad propia, no tiene demasiados seguidores. En mi mocedad, allá en el Pleistoceno, ese concepto casi se circunscribía a los extramurales: Varea (que es más bien una entidad local), Yagüe y La Estrella. Con el paso del tiempo y el crecimiento urbanístico, los tres se han integrado (más o menos) en Logroño, de modo que la conciencia de barrio se ha ido diluyendo, a lo que contribuye que felizmente los tres han ido mejorando sus dotaciones, de modo que el carácter reivindicativo que habitaba hace unas hace décadas en cualquiera de esos rincones también ha desaparecido. Sí sobrevive, sin embargo, la especial configuración que tienen los bares allí radicados.
Se trata de una reflexión compartida: curiosamente, mis cavilaciones en torno a esta cuestión coinciden con un estupendo reportaje con que Sergio Moreno abrillantó hace unas semanas el suplemento Degusta que publica cada sábado Diario LA RIOJA. Contenía una reflexión semejante en torno al universo de los bares característicos de uno de esos barrios, La Estrella. Y concluía que siendo iguales a otros alojados en el resto de Logroño, esos bares son distintos. Si el improbable lector se pregunta como yo la razón de tal diferencia, deberá aceptar conmigo que el elemento distintivo es uno: su clientela. Porque su oferta en tragos y bocados, la decoración que le caracterice o cualquier otro factor que se nos ocurra puede ser consustancial al bar de barrio o del bar del centro. Pero una feligresía que los visita con ese tipo de fidelidad que recuerda a otros tiempos, que con metódica lealtad acude diariamente al cafelito, al vermú o la ronda vespertino/nocturna, se da en muy pocos casos. Y la mayoría de ellos tiene lugar en el bar de barrio, al que ayuda otra condición intangible sin la que tampoco se puede entender su linaje: su condición de faro ciudadano.
Porque en realidad el bar de barrio al bar que más se parece es al bar de pueblo, lo cual tiene sentido: qué otra cosa sino un pueblo, con su personalidad indómita, es el barrio de una ciudad como Logroño. Y que otra cosa es su bar que plaza pública, ágora, foro para la tertulia y la rumorología, el salón de plenos donde se arregla el mundo cada día. Lo cual incluye a los bares de los tres barrios antes citados pero también a aquellos que enclavados más cerca del corazón de la ciudad se consideran dotados de singularidad, como el mentado Madre de Dios. Ocurre que su configuración actual, con las todavía recientes promociones asentadas donde antaño sólo había huertas y territorio sin explorar, han llevado hasta esa esquina logroñesa a nuevos inquilinos carentes por lo tanto de conciencia barrial. De modo que la parroquia que acude regularmente al bar de confianza suele peinar ya unas cuantas canas: son los mismos que mantienen el mismo hábito de cuando Madre de Dios, o el barrio de que se trate, era de hecho Madre de Dios, el de toda la vida. Un dictamen que vale igual para la Zona Oeste o cualquiera de los enclaves en que Logroño se distribuye con una división más artificial que real. Con una excepción: Cascajos.
Siempre me ha parecido que Cascajos, al contrario que otros barrios, sí que tiene una vida interior tan propia que le invita a independizarse cuando le dé la gana. Atribuyo ese estatus más autónomo a dos circunstancias: por un lado, su localización, a espaldas de la ciudad, fruto de la configuración tan especial que exigía el paso de la vía férrea hasta su soterramiento. Cascajos carecía hasta hace poco de las conexiones con la ciudad propias de otros sectores, lo cual era una desventaja pero también ayuda a ofrecerle una personalidad única e intransferible. Por otro lado, Cascajos se urbanizó más o menos de golpe, lo cual favoreció que el paisaje humano fuera bastante uniforme: parejas jóvenes, con hijos o en vías de traerlos al mundo formaban la mayor parte de su población, confluyendo naturalmente en aficiones comunes, ocupaciones coincidentes, reflexiones más o menos concomitantes… y también en la demanda de una fértil panoplia de bares. De bares de barrio, dicho sea sin ánimo peyorativo. De hecho, los allí ubicados plantean una oferta bien atractiva, por las exquisiteces que despachan y porque forman una paleta muy rica para que las necesidades de la vecindad queden satisfechas sin necesidad de emigrar más allá de la estación de tren, frontera con el resto de Logroño. Porque entonces serán bares, en efecto, pero nunca serán esos bares de barrio que tantos logroñeses llevan en su corazón.
P.D. Como avisaba al principio, esta entrada nace de mis últimos paseos por Madre de Dios, de modo que parece pertinente anotar aquí una serie de bares de dicho barrio, cuya relación me facilita gentilmente el gran Eduardo Gómez. En el listado falta uno difunto, que resulta ser mi favorito: el añorado Ramitos. Dicho lo cual, allá van algunos de esos bares que son o han sido eso: bares de barrio. Virunca, Danubio, Ubago, A Tutiplén, La Antigua, Atlantis, Manhattan, Olimpo, Venus, Nobu, Dalma, Bécquer, Caracol…