Alguna vez me he preguntado (supongo que en pleno aburrimiento) cuándo nacen los logroñeses. Es decir, en qué época del año es más común que se abarroten los paritorios del San Pedro igual que antes fue hora punta en el San Millán. Tengo una cierta sospecha: me malicio que nueves meses después de San Mateo o de Nochevieja suele haber noticias de la cigüeña. La ingesta masiva de alcohol y el desparrame generalizado contribuyen al intercambio de fluidos y… Etcétera, que no hace falta dar muchos detalles. De donde se deduce que si mis cálculos van en la buena dirección, allá por junio tiene que ser época de intensa actividad para ginecólogos y comadronas, fruto de los desmadres mateos. Y tres meses después, otro tanto: toca recoger las consecuencias de la noche más larga del año.
Viene esta digresión a cuento de que muchos de esos encontronazos amorosos suelen tener como escenario nuestros bares. Al calor del amor de los bares se forjan amores sin cuento, romances eternos, noviazgos furtivos. Y puesto que este fin de semana entramos en territorio San Valentín, parece un escenario propicio para reflexionar sobre esa vertiente poco explorada de nuestros bares favoritos: su condición de nido para tortolitos. Para los primeros escarceos, especialmente. De modo que esta entrada en el blog es más bien una invitación, a ver si alguien se anima a contar todo lo que se pueda contar sobre en qué bar logroñés conoció a su pareja, cosa que ocurre probablemente más veces de las pensamos.
El que suscribe habla con feliz conocimiento de causa: para servidor, el bar que ejerció de Cupido fue el venerable Taza de la calle Laurel, hoy en trance de resurrección. El Taza ofrecía una ventaja para estas lides que también caracterizaba al vecino Tívoli: un ventanuco con asiento, estupendo paso de paloma para semejantes ejercicios. De modo que siempre que vuelvo a pasar delante de su puerta y veo tanto el bar en sí como el ventanuco citado, me pongo de buen humor. Rejuvenezco incluso.
No será el mío el único caso. Porque los bares representan una extensión del hogar tan conseguida que sirven como escenario para todas aquellas maniobras que en la casa familiar no pegan demasiado. Huyen desde antaño las parejitas al bar de confianza para alejarse del escrutinio paterno y trenzan entre consumiciones su idilio, así que cualquiera puede hacer ese mismo ejercicio de memoria sentimental y enlazar unos bares con otros pespunteando su propia trayectoria sentimental. El Taza, el difunto Capri, el antiguo Cibeles, el Torres anterior a su actual reencarnación… Bares y más bares como depositarios de un contenido emocional que hermana a una generación con otra. La de nuestros padres se sirvió del Ibiza, La Granja y similares para construir sus largos domingos de noviazgo, con frecuencia acompañados de esa figura llamada carabina que las promociones más jóvenes desconocen: dícese de la persona, generalmente mujer, que vigilaba en la España del NO-DO que las manos de ambos miembros de la pareja estaban a la vista, encima de la mesa. Quien evita la tentación, ya sabemos: evita el peligro.
Y las quintas más recientes tendrán seguramente sus locales de confianza para perpetrar la misma gimnasia de las parejitas que les precedieron en tales artes. Ve uno a los jóvenes enamorados pelando la pava tras los ventanales del garito que hayan elegido, dirigiéndose miraditas al aroma del cafelito y comprueba que, en efecto, el bar posee un alto poder simbólico para las artes amatorias que pasa demasiadas veces desapercibido. Como forma parte natural del paisaje de nuestras vidas, no reparamos en la importancia que ha tenido y tiene para nuestra educación. También para la educación sentimental, objetivo irrenunciable de este blog.
De modo que el improbable lector queda avisado: llega San Valentín, una excusa tan buena como cualquier otra para celebrar la vida donde solemos los logroñeses, en nuestros predilectos bares. Si además sirven para otras prácticas al margen de tragos, bocados y tertulias, mucho mejor: por aquí somos partidarios de la felicidad en cualquiera de sus manifestaciones. Y aunque el santo de los enamorados traiga de antiguo esa molesta sensación de venir apadrinado por El Corte Inglés e inventos semejantes, también supone una coartada estupenda para ponerse cursis y tener algún detalle con nuestros corazones, que diría la Igartiburu. De paso, se contribuye a dinamizar la actividad del sector hostelero, que ha encontrado en esta y otras efemérides la excusa perfecta para abrillantar la máquina registradora. Así que como sentenció Gabinete Caligari, cuyo estupendo disco con estupenda portada debida al genio de El Hortelano ilustra esta entrada, este fin de semana llega la hora de abandonarse al calor del amor en un bar. Y hasta lueguito, corazones.
P.D. Por contratiempos de salud felizmente superados no pude acudir el miércoles a la celebración de los 30 años del Café Bretón, aniversario convertido en una suerte de homenaje a su ideólogo principal, el caballero Colo Cortés. Así que no pude brindar por otros 30 años de exitosa vida ni incluir mi rúbrica en el libro de firmas creado a tal efecto, laguna que espero subsanar cualquier tarde de éstas. De modo que aprovecho esta entrada para sumarse a los unánimes parabienes para festejar la dichosa trayectoria de un bar que ha aparecido ya unas cuantas veces en este blog. Entre otras, cuando se le concedió el título oficioso de mejor bar de Logroño.