Entre las más acendradas tradiciones que el viento de la modernidad expulsó de nuestros bares figura una cuya ausencia clama al cielo: la tertulia. Quiere decirse que el bar no es sólo el lugar donde quedamos a tomar esa consumición frugal y si te he visto no me acuerdo, el cafelito vertiginoso, un vino y vamos al siguiente, una cerveza y para casa. Antaño, el bar era un lugar donde apalancarse un rato largo, tal vez porque había más tiempo y más tiempo que perder, expresión que me encanta porque encierra una profunda sabiduría. Perder el tiempo suele ser una manera elegante y sabia de ganar algo: ganar conocimiento, capacidad para la empatía, habilidad para el duelo dialéctico… Todos esos valores sí que se han perdido, incluyendo cierta predisposición a atender lo que otros tienen que contarnos. Que en eso consiste la tertulia de toda la vida, no la actual, dominada justamente lo contrario. Hoy, un tertuliano es más bien alguien que aburre al otro con su palabrería y la tertulia, una confrontación de monólogos.
Encuentro que de un tiempo a esta parte, sin embargo, hay alguna posibilidad de redención. Tropecé la otra tarde con un reportaje de la revista Vanity Fair donde precisamente se anotaba el regreso de la tertulia, asociado al universo hostelero. En unas cuantas ciudades menudean locales, al estilo de los clubes ingleses, donde se resucita el noble rito de la conversación distendida, la posibilidad de arreglar el mundo a partir de la educada cháchara de unos y de otros, la esgrima en el debate como una de las bellas artes puesto que requiere ingenio, alguna erudición, sentido del humor y capacidad de encaje. Virtudes hoy en retirada que deberíamos sin embargo preservar. Y no es casualidad que reaparezcan al calor de los bares: la moderada ingesta de alcohol e infusiones suele contribuir a abrillantar lenguas y caletres, de modo que desde antiguo se asocian ambas vertientes. La de hablar por hablar y la de beber por beber.
En el Logroño actual apenas unos par de bares fomentan estas dos gimnasias, según tengo observado. El Moderno y el Bretón. Ninguno de los dos, sin embargo, en la misma proporción que cuando uno gastaba pantalón corto y observaba a sus mayores discutir largas horas al pie del estribo en su bar de cabecera o sentados en los butacones arracimados por el local. Así recuerdo por ejemplo el antiguo La Granja, con sus tertulianos atacando y defendiéndose desde primera hora de la mañana mientras sorteaban los cruasanes del camarero Santos. Eran diatribas inofensivas, que casi nunca pasaban a mayores, engarzadas por un argumento de peso: la amistad. Aquellas gentes eran amigas o al menos camaradas, que no es lo mismo pero que a veces resulta una condición de más largo alcance. Solían acabar sus coloquios en franca armonía, establecida a partir de un rito que no admitía discusión: jugarse la consumición. A los dados o a los chinos.
En una reciente necrológica publicada en Diario LA RIOJA observé cómo el elogio del finado incluía la añoranza de los tiempos en que, en efecto, los dados culminaban el encuentro con los amigos en muchos bares logroñeses. En este caso particular, se anotaba que el fallecido guardaba un completo registro de todas esas partidas que se ha llevado el tiempo: quién ganó, cuándo, con qué jugada… Maravilloso. Y con los chinos, otro tanto: así entró en nuestro diccionario juvenil aquella voz, chino, hasta entonces restringida a las películas de Fumanchú y al cocinero de la familia Cartwright, dueña del rancho Bonanza.
Ya nadie juega a los chinos, con una esplendorosa excepción hasta donde uno conoce. Me reencontré con ella recientemente y fue como volver a la infancia. En la cafetería del Carlton, a media mañana, se reúnen todavía (¡Todavía!, qué envidia) los Ciriza, Pedrosa, Zueco, Alloza, Conde-Pumpido y compañía. Por esas cosas de la biología van desapareciendo de la antigua tertulia muchos de sus miembros más veteranos, pero al menos estos cinco resisten. Resisten en plena forma: hablan, se permiten algún chiste, alguna confidencia, arreglan el mundo y al mediodía se marchan por donde han venido. Engrasan el valor de la palabra y el valor de la amistad, dos virtudes en retroceso que merecen que alguien se tome la molestia de perpetuarlas como este quinteto. Y como además pervive en sus tertulias el juego de los chinos, pienso si no habrá llegada la hora en que el Ayuntamiento les preserve a ellos como lo que son: los caballeros de un tiempo en vías de extinción que se han ganado el respeto de sus convecinos. Al menos, el de quien esto firma.
P.D. Los chinos, según cuenta el periódico ABC, son un invento español. Concretamente leonés y datado en el siglo XVIII, cuya nomenclatura se debe a que en el interior de la mano de cada jugador se ocultaba una china, esto es, una piedra pequeña. De china a chino, el juego alcanzó ancha notoriedad en la España de los años 60, llegando a disputarse incluso campeonatos y otorgándole una fama que nace de su idoneidad para mejorar la destreza de quienes lo practican en el cálculo rápido y el juego estadístico de posibilidades. José Antonio Hidalgo, biznieto que dice ser del fundador de este popular pasatiempo, don Felipe Valdeón, recuerda que su antepasado era pastor de oficio, lo cual ayuda a comprender cómo se le ocurrió la idea: como si fuera un solitario. Un entretenimiento para combatir las interminables horas de guarda y custodia del ganado, de donde saltó al resto del orbe patrio hasta triunfar en un escenario insólito: los bares de carretera, lupanares o como quiera el lector denominarlos. Los clientes se jugaban las rondas con las chicas y de ahí la popularidad que alcanzó y se acabó extendiendo en aquella España del blanco y negro. Una popularidad que cesó de súbito: si usted tropieza hoy con alguien jugándose la consumición a los chinos, es que está viendo Cuéntame.