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Jorge Alacid

Logroño en sus bares

Somos cañeros

Mapa mundial de cervezas

Explorando el éter, tropecé hace días con esta imagen tan curiosa que reactivó mi idea de dedicar una nueva entrada al deslumbrante mundo de la cerveza: un mapa mundial de marcas. En febrero del 2013, ya avancé alguna de las cavilaciones en este post que aquí os dejo, dedicado en especial a todos los que alguna vez me han preguntado por qué no escribía sobre cervezas. Bueno, pues porque ya había escrito esto: La caña de España.

Lo cual no significa que no pueda, o que no deba, regresar sobre mis pasos y compartir con los improbables lectores alguna reflexión que se podría titular cómo hemos cambiado, igual que la célebre cancioncilla. Es decir, cómo hemos pasado del monocultivo cervercero al actual aluvión de marcas y referencias, ese abrumador desfile de logos con que tropezamos en nuestras barras de confianza o en el súper de la esquina. Lo cual está muy bien, cierto, a cambio de que no ingresemos en las tonterías propias de cuando sufrimos un exceso de información y todos nos convertimos en peritos de ciencias que hasta hace poco ignorábamos.

Hablo por mí: crecí en una época en que apenas conocíamos una cerveza o dos y nos asombrábamos cuando explorábamos otros territorios de España y descubríamos que había vida más allá de la marca San Miguel. Así ocurría cuando uno aterrizaba por Cataluña, por ejemplo. Además de probar el néctar llamado Cacaolat, ignoto por entonces (primeros 70) por La Rioja, era divertido observar a los mayores catando la cerveza Damm, de la que no sabíamos nada. Patrocinaba incluso a algún equipo (de balonmano, creo), pero nada nos decía esa nomenclatura a los habitantes de otros rincones de España. De igual modo fuimos descubriendo que los vecinos del foro (vulgo, Madrid) se decantaban por la marca Mahou; cuando empecé a afeitarme conocí gracias al servicio militar que por Córdoba eran devotos de la cerveza El Águila, cuyas instalaciones tuve a bien recorrer en una visita “cultural” (sic) con que el Ejército español nos obsequiaba a sus reclutas, incluyendo el pertinente episodio dipsómano que tal visita deparaba, mientras los compañeros gallegos de soldadesca se maravillaban de la que era típica en su tierra, consecuentemente bautizada como Estrella… de Galicia, cuyo sabor nos era ajeno. Y de Aragón llegaban confusos mensajes para alertar de los efectos de cierto brebaje apodado Ámbar.

Posteriores excursiones por Andalucía me permitieron comprobar (finales de los 80) que existía una cerveza denominada Cruzcampo, entonces un nombre que nada nos decía pero que sí nos alegraba los viajes detrás del Logroñés por aquellos pagos. De hecho, llamábamos ‘cruzcamperías’ a los garitos de carretera, porque esa era la pócima que despachaban. Y algunas visitas furtivas a territorio guipuzcoano me permitieron comprobar qué significaba el nombre de Keler, que nunca más tomé en vano.

Semejantes milagros empezaron a ocurrir entonces por la España de las autonomías cerveceras: diecisiete regiones, diecisiete marcas distintas. Un mapa rubio y espumoso que empezó a mutar cuando llegó la hora de la globalización: de repente, sonó la hora de las fusiones, las adquisiciones (el barril grande se comió al chico) y las OPAS, no necesariamente hostiles. De repente, empezamos a pronunciar la hache aspirada para pedir una Heineken (bebedizo que no me tiene entre sus fieles) o a trabucarnos al pedir una Carslberg. De repente, el diseño se rindió también al noble arte del botellín, llegaron viajeros desde Centroeuropa que hablaban de los milagrosos prodigios que obraban los monjes trapenses y benedictinos que contaban con sus propios ingenios cerveceros, vinieron desde las islas británicas cervezas de oscuro aspecto llamadas negras… De repente, como ha sucedido con el mundo del vino o del gin-tonic, de no tener ni idea pasamos a convertirnos en expertos. Y mientras hacíamos como que sabíamos, nos iniciábamos en nuevos horizontes (aparecieron las elaboradas con trigo) y nos rascábamos el bolsillo, porque ya sabemos el primer efecto de lo que se convierte en moda: que sube el precio.

De modo que hoy confieso que esta temporada se lleva en mi nevera aquella Estrella de Galicia de cuya existencia no había oído hablar cuando vestía de caqui, igual que antes me rendí a la Keler, la Ámbar o la San Miguel primigenia. Suelo volver, sin embargo, a los primeros amores: siempre me quedará la bendita Mahou, que me sigue sabiendo a mis primeras incursiones madrileñas, tan añoradas. Y veo este mapa que decora estas líneas, culpable directo de ellas, y me consuela pensar que desconozco gran parte de toda esa relación de marcas y que, en consecuencia, todavía estoy a tiempo de caer rendido a los efectos de la novedad. De hacer el papanatas con la cerveza que se lleve la próxima temporada. De seguir añorando el tiempo anterior a la implantación en Logroño del local Bier Hause, la primera barra donde supimos que, en efecto, no todas las cervezas son iguales.

P.D. Se cita Beer House y se cita bien: que yo recuerde, fue la primera cervecería logroñesa implantada como tal y que el difunto Baden me perdone, porque Baden era casi tanto casa cervezera como depósito de mariscos, esos bichitos que tan felices nos hacen. Bier House se enclavaba al final de la Gran Vía, en la manzana más hostelera de la ciudad: la manzana del Robinson, el emblemático pub que da nombre a ese grupo de edificios entre Chile y Labradores. Junto a Beer House, cuya oferta gastronómica consistente en perritos calientes fue también otra novedad revolucionaria para la época, se alzaba el Robinson Grill, elegante garito que me tuvo entre sus clientes precisamente cuando empecé a conocer que una cerveza, además de amargura, propina otros placeres.

Un recorrido por las barras de la capital de La Rioja

Sobre el autor

Jorge Alacid López (Logroño, 1962) es periodista y autor de los blogs 'Logroño en sus bares' y 'Línea de puntos' en la web de Diario LA RIOJA, donde ocupa el cargo de coordinador de Ediciones. Doctor en Periodismo por la UPV.


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