Todo logroñés con cierta afición a ir de bares debe reconocer su deuda con la calle Mayor. Es mi caso, ciertamente. Porque no olvido la mágica noche en que me estrené como cliente del Bar Bilbao (servicio restaurante, como apostillaba la publicidad de Radio Rioja), puesto que fue un día pródigo en estrenos: mi primer mitin, mi primera cena de fin de curso, la primera vez que en consecuencia disponía de permiso familiar para llegar un poco tarde… El mitin fue en la plaza de toros y aquellos mocetes de 14 años acudimos como quien se apunta a un concierto de los Rolling: no teníamos ni idea de la letra, pero la música nos gustaba. La música se llamaba democracia y el protagonista parecía lo más cercano a Mick Jagger que nunca verían nuestros adolescentes ojos: Felipe González, que llenó La Manzanera. No recuerdo nada más. Ni lo que dijo ni lo que no dijo: efectos tal vez de la niebla que se avecinaba, disfrazada de vino con gaseosa hasta hartarnos en el mentado Bar Bilbao.
Frente al Bilbao se situaba El Relicario y un poco más lejos, la bodeguita de Bezares. Se trataba de un castizo itinerario para la ronda diaria formado por bares gemelos por su casticismo, su aversión a los cambios, sus clientelas imantadas a cada barra: como si la dirección de los bares colocara a sus parroquianos de buena mañana en los respectivos pasos de paloma y de noche los ocultara hasta el día siguiente en el cuarto donde guardaba los taburetes. No olvido tampoco la fonda Antón, bizarrísimo local junto a Sagasta: parroquia intimidante y barra presidida por un teléfono gigante, negrísimo, que funcionaba a pasos para que los hospedados en tal fonda llamaran a sus lejanos domicilios, lo cual procuraban no hacer jamás. Yo acudía a por vinagre de vino y luego salía huyendo, porque los mesoneros, siempre a falta de un afeitado, se incomodaban si algún cliente tenía menos de 70 años y lo hacían notar con cada gesto. Lenguaje corporal, lo llamaban.
Después frecuenté para las rondas alternativas a la Laurel los bares del extremo de Poniente de la Mayor. El Iturza en su anterior encarnación, con su frigorífico de manivela y su tapa estrella: el alucinante huevo duro, que se servía tal cual, sin concesiones. El Bretón, en cuyo interior dormía un pozo, desde donde llegaba un agua fresquita y sabrosa. El Cuatro Calles, que ofrecía encantos adicionales: el dueño era del Barça, cosa poco corriente entonces, se parecía al cómico Danny Kaye (o a Fernando Fernán-Gómez, ya no recuerdo) y servía unas estupendas cazuelitas a módicos precios, con viandas procedentes también de tiempos muy lejanos: asadurilla, por ejemplo.
En la misma época de aquellas incursiones casi cotidianas abrió La Costanilla, primer bar que llamaba a las puertas de la modernidad. Instaló un recio magnetofón que escupía los himnos de la época, servía una tapa digna de semejante nombre (milagro) bautizada como zapatilla (pan con jamón: un hallazgo) y sus dueños podían ser nietos de los camareros de la Fonda Antón. Quiere decirse que eran modernos, en efecto. El bar era amplísimo, dotado de mesas en varios niveles, y tenían la manía de la limpieza: estaba siempre reluciente. Un asco, vaya. Por eso preferíamos la oscuridad que garantizaban otros bares vecinos, ese submundo tan fascinante que proponían la bodeguita Montiel (en Santiago) o, en la misma Mayor, el Tigre y su fascinante gramola, el Tigre y su fascinante cabeza disecada.
Cuando la calle se convirtió en destino predilecto de la generación posterior y se transformó en zona de copas (¡¡¡De copas!!!), quien esto firma optó por la retirada. Apenas vuelvo por allí; alguna visita al Iturza y pare de contar el improbable lector. Se entenderá por lo tanto mi entusiasmo cuando el otro día vi metamorfoseada en bar la antigua carpintería de Alfredo Rodríguez, que fue mi vecino y a cuya familia profeso sincero afecto; en contrapartida, su hijo Justo, compañero de fatigas en Diario LA RIOJA, nos regala esta estupenda foto. El local se llama Guardaviñas: coqueto maderamen, estupenda cocina y convincente servicio de vinos. Los dueños de la fonda Antón alucinarían si resucitasen y vieran que en la actual calle hay bares donde ya no sirven vinagre de vino. Sobre todo, les sorprendería ver qué hemos hecho sus descendientes con los teléfonos: aquel artefacto ha dejado de ser el bulto sospechoso que todos evitaban utilizar. Hoy es ese chisme alojado equidistante de la copa del vino y el pincho que empleamos para fotografiar los buenos ratos que nos regalan los bares. Mientras brindamos por la dicha de regresar a la Mayor y saldar la deuda que uno tenía con la calle y con sus bares.
P.D. Me sigue resultado extraño pensar en la calle Mayor como zona de copas. Cuando alguna mañana de fin de semana cruzo por allí y veo los estragos de la noche anterior, me parece que camino por otra ciudad: se trata de una enfermedad llamada melancolía. Añoro los tiempos en que la calle fue arteria principal de Logroño y por eso mismo me alucina y maravilla comprobar cómo resiste Primi, con su estupendo pan que tan feliz me hizo de crío. Cuando compraba siempre una barra de más porque mientras llegaba a casa me daba tiempo de zampármela.