La primera vez resultó un desastre pero, como tal cosa me ha sucedido tantas veces en tantos órdenes de la vida, preferí no darle mayor importancia. Le concedí unas cuantas nuevas oportunidades pero aquello acabó derivando hacia el desastre, así que me decanté por hacer una de las pocas cosas para las que sirvo: escribir sobre ello. A ver si ayuda de algo. Me refiero, como es lógico, al CCR, siglas del edificio pomposamente llamado Centro de la Cultura del Rioja. Un estupendo proyecto que merecería mejor suerte.
El compañero Marcelino Izquierdo ha compartido en esta casa que con tanta paciencia nos acoge sus reflexiones en torno al CCR. Resumiendo: le apena el resultado de tantos desvelos. Un lamento que comparto, aunque añado una cavilación propia: el proyecto adolece de lo principal cuando se acomete una iniciativa de tal envergadura. Esto es, saber desde el primer minuto qué queremos hacer con el edificio luego de rehabilitarlo. Que nazca dotado previamente de un programa digno de tal nombre, no de esa etérea promesa tan española de ya veremos, ya veremos… De lo contrario, como ha ocurrido, se convierte en otro de tantos artefactos muy propios de la época en que fue concebido, los años en que enloquecimos: aeropuertos sin aviones, polideportivos como el de Sojuela varados en mitad de la nada, Centro de la Cultura del Vino casi sin cultura y casi sin vino…
De modo que entre cierta tirria detectada en el actual Gobierno logroñés hacia todo aquello que oliera a bipartito y que el tal bipartito lo puso muy fácil reconstruyendo un edificio tan chulo pero olvidando por el camino qué quería hacer con él, el CCR se convirtió en un buque fantasma hasta que, luego de múltiples contratiempos, el Ayuntamiento logró que su gestión quedara en manos privadas. Una parte del inmueble se destina a usos de promoción del vino de Rioja pero el corazón del CCR pertenece al objetivo central de este blog. Es un bar. Un bar extraño, pero un bar, como tantos otros que gestionan también manos privadas en propiedades municipales. No hay nada raro en eso, en consecuencia. Lo raro, lo auténticamente raro, es la experiencia de convertirse en cliente del bar durante un rato.
Pongo por caso mi última incursión, que anoto aquí por una razón central: que ese bar es un poco de todos los logroñeses, puesto que se construyó con fondos públicos. Si fuera un negocio privado en su totalidad, no me ocuparía de él: pero como se trata de una dotación nacida del bolsillo de los logroñeses, he ido tomando nota. Léase, por ejemplo, cómo en el hermoso patio central, merecedor de usos muy mejorables, las sillas y mesas se alineaban aquella noche en formación bodega. Se ve que un grupo iba a cenar allí esa noche y la dirección del CCR optó por el formato merendero, tan riojano. Primer escalofrío. Luego habrá más, que sintetizo para no hacer demasiada sangre. Del bar salen en ese momento los integrantes de una despedida de soltero, clientela que no parece el destino natural de un bar de este tipo, menos de una concesión pública. Han dejado un magnífico rosario de copas vacías en el mostrador… que ninguna de las seis camareras (seis) se molesta en despejar. Bonita imagen. Cuando por fin reparan en que hay parroquianos esperando a ser despachados, tropezamos con lo siguiente: un par de vinos servidos en pequeñas dosis (la más mínima que uno recuerda en toda su vida, lo cual es mucho decir en mi caso), tarifados a 2,40 euros (lo repito: casi quinientas de las antiguas pesetas cada vino), un bocadillo espachurrado y curiosa ausencia de servilleteros. Para limpiarnos el morro, nos ofrecen una servilleta tipo restaurante que espera mejor suerte en una de las mesas vecinas donde nadie se sienta.
Miento. Finalmente aparece una pareja, de-Logroño-de-toda-la-vida, con quienes me tropiezo al día siguiente. Sin preámbulos, me asaltan a preguntas, alucinados aún por su particular peripecia vivida la noche anterior. Tampoco ellos salen de su asombro: habían ido a conocerlo porque querían organizar un encuentro profesional pero ahora prefieren cualquier otro sitio antes de llevar allí a las decenas de visitantes de fuera de La Rioja a quienes pretendían obsequiar. Su testimonio coincide con el mío: ah, qué fue del CCR. Un local con extraordinarias posibilidades, una potencial catedral del Rioja, una perfecta opción para tomarse un vino… tal vez en otra vida, supongo que pese a los desvelos del Ayuntamiento, gestores y plantilla. En el actual CCR prometo no entrar de nuevo. Aunque si empiezan por quitar esa triste pizarra que a la entrada anuncia su oferta culinaria como si fuera una cantina de la antigua Renfe, igual me lo pienso y le doy una nueva oportunidad.
P.D. El CCR ha sufrido entre sus avatares los derivados de la pugna entre partidos. Lo cual tiene su lógica, porque ese tipo de controversias contribuyen a animar la agenda política logroñesa y engordan el orden del día de los plenos. A ningún contendiente, ni al Gobierno ni a partido alguno de la oposición, se le ha escuchado decir qué hubiera hecho con el CCR. Cuál era su auténtico plan. El del Gobierno se ha limitado a quitárselo de encima en cuanto ha podido, incapaz de idear alternativa alguna. La oposición, luego de las críticas, tampoco sabe muy bien qué hacer con la vieja Casa de la Virgen. Algún edil se ha limitado a quejarse de que se hubiera acabado por convertir en un bar; cuando lo oí, pensé para mí: ojalá fuera al menos un bar. Pero uno de los buenos.