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Jorge Alacid

Logroño en sus bares

Su Dickens, nuestro Dickens

Equipo de softbol del bar de Dickens

 

Cualquier aficionado a la literatura habrá conocido a lo largo de su experiencia lectora ese tipo de autores y de libros que cambian el curso de nuestra vida, porque la enriquecen. Porque la abrillantan, porque nos conducen hacia lugares que desconocíamos, algunos situados dentro de nosotros mismos. No son tantos, la verdad. Para llegar a ellos, muchas veces nos apoyamos en otros escritores y otros libros, lecturas menores que también logran conjugar ese verbo tan querido, el verbo entretener. Son escalas en nuestra trayectoria como lectores, como si supiéramos que para alcanzar ciertas cumbres necesitamos también este tipo de etapas intermedias, que en ocasiones resultan igualmente estimulantes. Son libros que se adhieren a nosotros con la calidez de una sonrisa, un beso o una caricia. Libros que nos desarman porque tocan una fibra interior emocional cuya existencia tal vez ignorábamos. Libros que nos hermanan con quienes los escribieron porque comprobamos que su mundo es nuestro mundo.

Viene a cuento esta digresión, poco pertinente en un universo temático dedicado a los bares, porque acabo de concluir un libro que me ha dejado conmocionado. Habla, en efecto, de bares. Y habla de ellos un poco como hemos hecho en este blog, como una excusa para hablar de nosotros mismos y de nuestros alrededores. La gente que los habita, los camareros memorables y, sobre todo, ese hábitat tan conspicuo que se genera en torno a una barra. Ese mundo de camaradería donde, si somos sinceros, hemos cimentado nuestra visión de la vida, porque hemos sido libres y felices. Libres sin grandes servidumbres. Felices sin grandes amarguras.

El libro, que aún no sé si es una novela, un gran reportaje, una autobiografía precoz o un diario, se titula ‘El bar de las buenas esperanzas’. Un nombre dickensiano, traducción bastante libre del original (‘The tender bar’, en inglés: tampoco está nada mal como título), que rinde tributo al rótulo que campeaba en el bar donde se desarrolla la acción, el bar que acaba convertido en el personaje central del libro. Un bar llamado en efecto Dickens, que con el tiempo adopta otras nomenclaturas en función de los cambios de humor de su propietario, el gran Steve. Luego se llamaría Publicans y ahora ejerce como tal con el nombre de Edison, siempre sin salir de la misma calle (Plandome Road) de Manhasset, pueblecito vecino a Nueva York, donde por cierto Scott Fitzgerald hacía deambular a sus personajes en ‘El gran Gastby’.

Lo cual es una atinada metáfora de las correrías del protagonista: J. R. Moehringer, un tipo nacido en los 60,  busca su propio sueño americano y sólo encuentra en su itinerario la barra de un bar donde trabaja (o algo así) su memorable tío Charlie, en compañía de una banda no menos inolvidable. Los personajes principales, los secundarios, las tramas y subtramas, la escritura graciosa y sencilla no menos dickensiana, un formidable y sutil sentido del humor… Todos esos ingredientes son lo de menos. Lo fundamental es atender la voz del autor, que resuena en ocasiones como si fuera la nuestra. Porque encuentra en su bar lo que cualquiera ha ansiado alguna vez: un lugar ideal. Un paraíso poco burbujeante. Un edén sólido, donde la vida se detiene para que la veamos pasar ante nuestros admirados ojos y sepamos su auténtica sustancia.

Si tuviera que resumir el libro, diría que habla del misterio de vivir, la perplejidad de vivir. Lo cual ya sé que no es decir mucho. Pero no se me ocurre nada mejor. En realidad, el protagonista navega hacia sí mismo empujado por las circunstancias (un padre ausente, una familia disfuncional, la precariedad como norma: la pesadilla americana) y va superando etapas asombrándose a cada paso, porque nada de lo que acaba haciendo formaba parte de su potencial futuro. El libro habla de béisbol, del campus de Yale donde se gradúa para estupefacción propia y ajena. Habla de inestables lazos familiares, del poderoso vínculo materno. Habla del primer beso y el primer polvo, habla de la clase de relaciones forjadas cuando se vive en una cierta intemperie sentimental, donde todo parece alucinante y alucinado. J. R. Moehringer comparte su admiración por la vida que acaba siendo suya con el improbable lector y eso es lo mismo que yo hago aquí: animar a mis propios improbables lectores a que acudan a la librería más cercana y se compren el libro. Que es también una declaración de amor hacia los bares y la literatura, dos mundos tan queridos, dos mundos tan cercanos.

En sus páginas hallará quien se anime joyas como algunas de las frases que he ido anotando: “Cada libro es un milagro. Cada libro representa un momento en el que alguien se sentó en silencio (y ese silencio forma parte del milagro, no te engañes) e intentó contarnos a los demás una historia”. “La cerveza es maravillosa. Nutritiva. Medicinal. Es una bebida, sí, pero también un alimento”. “En esta vida solo hay tres cosas seguras: la muerte, los impuestos y los camareros”. “Me iba al Dickens en bicicleta, sin dejar de observar a quién entraba y salía, sobre todo a los hombres. Ricos y pobres, arreglados y decrépitos, en el Dickens entraba toda clase de hombres, y todos entraban por la puerta con paso cansado, como si cargaran con un peso invisible. Caminaban como caminaba yo cuando llevaba la mochila llena de libros de texto. Pero cuando salían, lo hacían flotando”. Y la frase inaugural del libro, que sirve como cebo a potenciales lectores en el paratexto de la solapa: “Íbamos para todo lo que necesitábamos. Cuando teníamos sed, claro, y cuando teníamos hambre, y cuando estábamos muertos de cansancio. Íbamos cuando estábamos contentos, a celebrar, y cuando estábamos tristes, a quedarnos callados. Íbamos a buscar amor, o sexo, o líos, o a alguien que estuviera desaparecido, porque tarde o temprano todo el mundo pasaba por allí. Íbamos, sobre todo, cuando queríamos que nos encontraran”.

En fin. Que el bar se hizo carne, carne literaria. Me gustaría pensar que alguien leerá un día ‘El bar de las buenas esperanzas’ y que disfrutará tanto como lo hecho yo. Lo recomiendo a todo aquel que alguna vez haya sentido algo indescrifable cuando se dejaba llevar por la atmósfera tan particular de su garitos predilectos, sin saber muy bien la razón: aquí la encuentra. Y lo recomiendo a futuros periodistas, esos a quienes ahora amamantamos como si tuvieran doce años en lugar de 20 cuando aparecen por la redacción y los sobreprotegemos como es norma: el autor acabó trabajando de reportero en el New York Times y la descripción que hace de sus días de meritorio, un novato que sólo se encargaba de las fotocopias y de llevar el café a los veteranos, me parece la mejor escuela de periodismo de la que yo tenía noticia.

Y lo recomiendo sobre todo a los dueños de bares, a los que me tuvieron de antiguo como cliente y a los que espero seguir frecuentando. Les pido que hagan realidad la frase definitoria que hallarán en la página 372: “A veces el bar me parecía el mejor sitio del mundo, y otras creía que era el mundo entero”.

 

Interior del bar Dickens, luego llamado Publicans Imagen extraída de youtube

 

P.D. ‘El bar de las grandes esperanzas’ está editado por una pequeña editorial, Duomo Nefelibata, y vertida del inglés por Juanjo Estrella. Su lectura me ha recordado algunas noches pasadas en nuestro propio bar Dickens, un coqueto garito deudor de la estética del pub inglés, alojado hace un par de glaciaciones en la esquina de Juan XXIII con Jorge Vigón. Lo recuerdo más que pequeño, mínimo. Por lo tanto siempre lleno, con un sospechoso humillo flotando hacia el techo y colándose por la puerta al exterior, como si fuera un reclamo. Era un bar atractivo, al que sigo añorando. Aunque yo era más asiduo del vecino (y algo más amplio) Wellington, de parecida tipología, el Dickens fue un bar muy adictivo en el Logroño de los 80 para unas cuantas cuadrillas de mi generación. Tan adictivo, que si cierro los ojos creo ver todavía a unos cuantos de ellos sentados, unos encima de otros, en el minúsculo silloncete de la entrada. Era su propio Dickens: ignoraban que en este otro Dickens, al lado de Manhattan, sus sueños también se estaban haciendo realidad. Y que también se estaban estrellando contra la realidad.

Un recorrido por las barras de la capital de La Rioja

Sobre el autor

Jorge Alacid López (Logroño, 1962) es periodista y autor de los blogs 'Logroño en sus bares' y 'Línea de puntos' en la web de Diario LA RIOJA, donde ocupa el cargo de coordinador de Ediciones. Doctor en Periodismo por la UPV.


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