Llega la cuesta de enero (que ahora dura todo el año), el bolsillo flaquea y en consecuencia nuestras tropas deben permanecer en retaguardia durante unos días sin asaltar sus barras predilectas, contritas porque les domina cierto sentimiento de culpa respecto a los dueños de los bares de confianza, quienes por su parte ven estos días cubrirse de telarañas la máquina registradora. Procede por lo tanto refugiarse en el confort hogareño, si tal prodigio es posible, y encontrar reparación a nuestras incursiones fuera de casa en cuanto ofrece nuestro propio bar: bienvenidos al mueble bar.
Dícese del mobiliario viejuno que en una anterior glaciación estaba dotado de los siguientes elementos: botella de ginebra Fockink, útil como remedio casero para el dolor de muelas y otras calamidades; botella de Licor Valvanera; botella por supuesto de Licor 43; botellita de anís Marie Brizard, que en domicilios más castizos se sustituía por la de Anís Castellana (“Su presencia siempre agrada”: maravilloso eslogan), la cual disponía entre otros usos de la capacidad para transformarse en instrumento musical, especializada en folclore castellano; botella de coñá, pero coñá del de antes (Soberano o Fundador), bebedizo propio de estómagos recios; botella de Calisay, potinge que desapareció de nuestras vidas en la misma época en que también dijimos adiós al querido Cointreau, licor que tanto hizo por dotar de sabor la macedonia materna; botella de Martini, lujo casi asiático que se bebía casi con dosificador para que no pusiera en peligro la economía doméstica…
No sigo. Añada el improbable lector cuantas otras marcas de añejos destilados se le ocurran y completará un acabado mapa de nuestra infancia y adolescencia, una fotografía del mueble bar familiar que guió nuestros primeros tragos, muy distinta por cierto a la imagen que hoy depara el mismo aparato. Yo repaso los líquidos que contiene el mío y reconozco que soy hijo de mi tiempo. Ginebra (desde luego, no Fockink), malta, vermú (riojano, por supuesto… con alguna aportación italiana), pisco chileno y otros bebedizos cuya relación exhaustiva podría aburrirme incluso a mí mismo. Así que resumo: antaño gozábamos de mayor imaginación. Más variedad.
Lo cual casa muy bien con los hábitos consagrados de un tiempo a esta parte. Así como hace años era habitual esa cosa tan curiosa de visitar a la gente en su casa, ahora me parece que prevalece la ingesta en dominios extraños: antes se entraba, hogaño se sale. De modo que los tragos caseros lo suelen ser casi en solitario o, como mucho, en compañía de los integrantes del entorno más inmediato salvo con ocasión de alguna celebración. Resulta por lo tanto inevitable sentir el escozor de la nostalgia cuando reparamos en aquellos lejanos momentos en que el mueble bar casero se abría para obsequiar a las visitas y a los más pequeños de la casa se nos servía un dedal de anís o pócimas semejantes (todavía no se había inventado el pacharán). Ah… Melancólico se pone uno cuando se recuerda viendo por la tele de crío a los protagonistas de cualquier película de los 60 (sobre todo, yanqui) o seriales televisivos manejando con destreza la coctelera para agasajar a sus invitados, sobre todo, si eran féminas: allí Dean Martin era un maestro, precedente gamberro de Don Draper… Segundo ah… La envidia que nos daban aquellos combinados de nombres impronunciables puesto que encerraban una suave cuesta abajo por donde el galán conseguiría deslizar a la chica, luego obsequiada con el final conocido.
El mueble bar como tal acabó desapareciendo. Fue relevado por otro curioso admíniculo hoy también en retirada, el carrito de las bebidas. Ahora me entero por casualidad de que podemos estar asistiendo a su discreta resurrección. Marcas tan cañís como el mentado Licor 43, la ginebra Larios o el icónico Tío Pepe preparan una renovación de su imagen que los dispone adecuadamente para brillar en el mueble bar casero como ocurrió allá en el Pleistoceno. Así que habrá que apoltronarse de nuevo en el sofá, acercarse a los labios una copa de Ponche Caballero e imaginarse que vuelven los años 60: cuando se inventó la temible cuesta de enero que ahora regresa como siempre, llenándonos de frío, aligerando la billetera y condenándonos al dulce placer de beber en casa. Porque cuando despertamos de la siesta, el mueble bar estará ahí.
P.D. La elegante imagen que ilustra estas líneas es una pieza incluida en una exposición sobre art déco que ocupó las madrileñas salas de la Fundación March el año pasado. Obra de Jean-Maurice Rothschild, retrata en un carboncillo datado en 1930 la estupenda pinta que tiene el bar de Monsieur Coste, a quien no tengo el gusto: el estilizado bar que yo metería en mi casa si pudiera. Una preciosidad. Hasta que llegue el día de dotarme de semejante barra, habrá que conformarse con el mueble bar al que ahora mismo acudo a regalarme un trago y desear al improbable lector un feliz 2016.