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Jorge Alacid

Logroño en sus bares

Doblón, Doblón

Bar Calenda, antes Doblón. Foto de Justo Rodríguez

 

Como mis padres eran de La Granja, yo me marché a Doblón.

Alcanzaba entonces la adolescencia, esa tierna edad: cuando uno empieza a reivindicar su propio espacio y huye por lo tanto de cuanto le puedan enseñar sus mayores porque ya lo sabe todo de la vida y no admite lecciones. Así que una de las primeras señales que envié a mis progenitores respecto a mis particulares gustos tuvo que ver con una trascendental elección en materia de bares: acababan de abrir una elegante y espaciosa cafetería enfrente del hogar familiar, lo cual representaba toda una invitación a abandonar la tutela paterna (las tertulias de La Granja) y decantarme por mi propio universo, donde pronto encontré recompensa. No había dudas: con la impertinencia propia de mi condición juvenil, deserté de los hábitos conspicuos de las generaciones anteriores y opté por trazar mi itinerario personal. Tendría unos 15 años cuando tomé tal decisión: ya no volvería a La Granja. Ah, la edad: cuántas estupideces… Pero esa es otra historia.

Yo adopté semejante renuncia no sólo porque uno estuviera más a gusto lejos del radar de sus padres, consumiendo sus propios tragos (el cafelito del mediodía, por ejemplo) lejos de ellos, sino porque topé con aquel bar donde aguardaba otro par de alicientes: por ejemplo, la consulta metódica de la prensa diaria sin abonar ni un céntimo, más o menos como ahora sigue siendo tendencia, y la atención gentil con que me obsequiaba cierto camarero a quien todavía sigo viendo por ahí y a quien poco después conocí vestido de civil, sin el uniforme de barman, al frente de una proteica banda logroñesa llamada Fríos, calculadores y distantes.

Pero esa esa otra historia. Lo realmente fetén de aquella cafetería era no tanto su mejorable denominación (Doblón: parecía que sonaba el cencerro de una vaca) como lo antedicho. Una elegante y sinuosa barra, un estupendo servicio de camareros, una cierta sofisticación que nacía (supongo) del alto número de periódicos que se ofrecía para su atenta lectura a la parroquia; entre ellos, una anomalía: el lunes, cuando estaba prohibida la publicación de prensa diaria en España, sólo se aceptaba por parte de la autoridad competente (militar, por supuesto) la impresión de aquellas hojas del lunes cuya gestión se encomendaba a las asociaciones provinciales de la prensa. De modo que en Doblón tropezaba uno con la Hoja del Lunes de San Sebastián, botín negado en otros bares que allí se nos regalaba para acompañar el café con los pormenores de la actividad pública, sobre todo deportiva: era curioso observar las penurias del amado Logroñés a través de las crónicas de la difunta agencia Mencheta. Pero esa es otra historia.

El bar garantizaba otras alegrías, pero debo aceptar que mi predilección por subirme a sus taburetes y dedicar un rato largo a la lectura de prensa nacía de la evidencia de que por allí era difícil que apareciera el fiscalizador ojo familiar. Podías quedar con la novia, inmune a esa rara sensación de que alguien te observara por la espalda, y pelar la pava sin prisas. Y podías en consecuencia abandonarte al placer de observar la fauna local, sabiendo que por tu temprana edad no ocurría lo contrario: de adolescente eres más o menos invisible, así que podías concederte el placer de ver sin ser demasiado visto.

De modo que por esos años vi alzarse ante mí a un público que hasta entonces no aparecía en la vida cotidiana de Logroño: llegaban los 80 y algunas cosas iban a cambiar. El comercio de Portales y alrededores, hasta entonces icono de la ciudad, empezaba a mutar su piel, el centro se trasladaba hacia el sur y los santos patrones de Logroño, esas familias que tendían a dirigir la vida de sus congéneres para imponer su santa voluntad al resto de paisanos, tampoco eran ya lo que fueron: misterios de la neonata democracia. Pero esa es otra historia.

Doblón se convirtió desde luego en mi cafetería favorita durante una larga temporada y no sólo por sus atributos hosteleros: también encarnaba un tiempo nuevo que a mí me sorprendió acodado en su majestuosa barra, haciéndome pasar por un logroñesito más mayor de lo que en realidad era, distraído en las peripecias del Logroñés y otras calamidades, como las protagonizadas por el Barcelona. En realidad, estaba esperando la hora divina en que por fin pudiera entrar en el Merlín vecino. El bar que sí que lo cambió todo.

Pero esa también es otra historia.

P.D. El viejo Doblón se llama ahora Calenda. No tengo el gusto. Me ocurre con este bar como con otros locales de Logroño resucitados: declino visitarlos porque me incomoda el recuerdo de lo que fue, puesto que mi visión melancólica del enigmático pasado suele derrotar a la pura realidad del presente. En su piso superior, la cafetería albergó dos negocios no menos gloriosos: el restaurante Machado y su sucesor, el Marón. En ambos tuve el gusto de disfrutar de sus mesas, muy bien dispuestas de golosinas de todo tipo, lo cual añade un punto de acerada nostalgia a estas líneas.

Un recorrido por las barras de la capital de La Rioja

Sobre el autor

Jorge Alacid López (Logroño, 1962) es periodista y autor de los blogs 'Logroño en sus bares' y 'Línea de puntos' en la web de Diario LA RIOJA, donde ocupa el cargo de coordinador de Ediciones. Doctor en Periodismo por la UPV.


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