Un bar donde sonaran Los Ronaldos y Peret, por supuesto. Donde se profesara la devoción que merece Celia Cruz, desde luego. Un bar donde siempre se escuchara de fondo alguna tonada, donde la música naciera también del magín de sus clientes, quienes entregarían en la barra su botín en forma de cedés o casetes para construir una banda sonora colectiva a mayor gloria de la rumba y del rocanrol. Sería un bar pilotado por una maga, una hechicera. Una camarera que mezclara sutil en sus pócimas alcohol, sonrisas y un toque de pícaro misterio. Una camarera llamada Nuria que lleva en su corazón el bar que quería y lo comparte con quienes visitan estos metros cuadrados de armónica complicidad dispuestos en la calle Bretón: el bar se llama Maltés, ejerce de faro, guía y brújula como se exige a los mejores bares para noctívagos y resto de la fauna logroñesa que encontró hace 16 años en Nuria a su confidente favorita y en este bar, su bar predilecto.
Ocurrió en el año 2000, recuerda Nuria. Quienes hayan seguido sus sigilosos pasos por Logroño la recordarán en otras encarnaciones como camarera que ella recita como quien rememora una suerte de monopoly de bares indígenas donde prestó servicio. La Buhardilla, Plas, Isopo… Defendió también alguna barra en la calle Laurel, mientras se aventuraba en el territorio hostelero como una exploradora que busca su particular tierra prometida denominada trabajo por cuenta propia. Se topó con ese grial aquí, en este bar donde ahora echa la vista atrás y se reconoce en la chica que con 16 años menos aceptó el traspaso del Maltés de sus propietarios originales, quienes durante siete años habían intentado sin gran éxito incorporar al bar a la ruta de las grandes ligas logroñesas.
Nuria sí lo consiguió. Reina desde entonces en este breve espacio que dejó más o menos tal y como estaba el día en que puso aquí el pie, desparramó por la barra y la terraza su atributo esencial, la autenticidad, y adornó el conjunto con lo antedicho: buena música, buenos tragos. «Aquí se bebe de todo. Bueno, mis clientes en realidad se beben lo que yo les ponga». Primera risotada. Luego habrá más, alguna con un punto de emoción contenida, como cuando se le pregunta por esa extraña fraternidad alcanzada con su clientela y cita al célebre Walsky como su parroquiano preferido. «Me gustó este espacio desde el primer momento», reflexiona mientras esparce la mirada a su alrededor, en esta hora incierta del crepúsculo y asiente: en efecto, lo especial del Maltés es su atmósfera.
Su atmósfera y su camarera. Reina de ese feudo donde los clientes han acabado por pertenecer a este bar «más que yo misma», como confiesa con ese punto ingenuo con que va hilando la cháchara. Porque se sorprende observando que su clientela «es más o menos la misma de cuando abrí el bar, aunque todos estamos algo más viejos, claro, porque la gente nunca se va, no sé qué pasa que dura mucho», igual que le llama la atención que, en realidad, a ese proteico grupo inicial se han ido sumando nuevas generaciones que encuentran en el Maltés lo mismo que sus mayores: tragos, rumbas, roncanrol. Atributos que son más que palabras: son una actitud, que Nuria defiende con vigorosa energía sobre todo en esos tramos finales de la noche, cuando hace magia de verdad. Cuando abre su circo de tres pistas: ajusta el volumen para que los bafles inunden de música la estancia, sirve el último trago al feligrés de turno, elucubra con el conversador infatigable del fondo, despacha tal vez a algún pelma que nunca falta.
Luego, cuando baja la persiana, hay veces en que Nuria no se marcha. Se queda como de guardia, de tertulia en la puerta, apurando la noche. Siente que el día ha valido la pena cuando logra sumar a la
parroquia de confianza «a esa gente nueva que de repente viene y consigo que se quede». Rodeada de fulgencios y mangoleles, Nuria sospecha que antes que un bar, el Maltés es «como una burbuja, como un agujero negro», apreciación corroborada por las afiladas plumas que visitaron un día sus dominios y se alistaron en su club de fans. «Tanto doy a mis clientes, tanto dan ellos» dispara como un eslogan posible para el Maltés.
–También es un oficio ingrato.
–También, pero yo lo veo más como algo divertido. Mi único deseo es seguir divirtiéndome. Y mientras mis clientes me sigan acompañando, yo sigo.
P.D. Cuando Nuria deja su puesto avanzado de centinela en la calle Bretón y se sitúa a este lado de la barra, confiesa su predilección por unos cuantos bares logroñeses, entre los cuales cita tres: el de Manuel en la calle Albia de Castro, el Villarreal del parque del Carmen y, sobre todo, el Moderno. Un clásico en permanente renovación. Un posible modelo para el Maltés.
Moderno