Cuando me inicié en la peregrinacion por la calle Laurel y resto de templos logroñeses pensaba a menudo (en plena elucubración dipsómano-festiva) que si un día ponía un bar, mi pincho fetiche seria la muy autóctona chuletilla. Al sarmiento. Luego reparé en su inexistencia entre la oferta propia de tales locales, así que concluí que tal vez no era tan buena idea… puesto que nadie la había llevado a la práctica. Tal vez porque se necesita para semejante fin ingredientes que no figuran al alcance de cualquier bar: espacio generoso, sobre todo, para instalar las parrillas y garantizar una adecuada salida de humos. Espacio y tiempo: porque facturar un ración en su punto exige un esfuerzo en recursos humanos que atenta contra la economía del negocio.
Espacio y tiempo. La tarea de un dios. De ahí que la chuletilla siguiera años y años ausente de la oferta gastronómica de nuestros bares más castizos, hasta que el benemérito Charro de la Laurel puso tal bocado en el mapa local de pinchos. Con ellos se mudó luego el maestro apodado Pibe a San Agustín, donde cosecha éxitos parecidos. Pero casi hay que parar de contar: la chuletilla adorna que yo sepa la oferta de la enoteca Crixto 14, donde recibe por cierto grandes ovaciones de la clientela. Las asan en un breve patio al fondo del local, suelen salir sabrosas y bien tostadas, se tarifan a precios razonables… Aunque habrá que insistir en lo antedicho: para que la chuletilla se instale como algo más que una curiosidad entre las tapas indígenas se necesita, en efecto, un espacio mayor de lo habitual y cierta predisposición de los dueños del establecimiento a embarcarse en un bocado cuya ejecución fetén lleva su tiempo.
Porque desde luego asar la chuletilla es un rito. Todo un rito. En un hipotético ‘Manual del buen riojano’ debería figurar un capítulo dedicado a este manjar, cuya elaboración propicia esos grandes momentos del cuñadismo regional. Quiere decirse que cuando se inician los preparativos del asado ya surgen los primeros debates: gavilla grande o pequeña. Tal vez mediana. Luego prosigue la liturgia. Siguiente discusión: disposición de las piezas, cuya colocación desemboca por supuesto en otro encendido coloquio que suele resolverse con unos tragos al porrón. Vale también a la bota.
Avanzamos… pero por poco tiempo. De nuevo se encalla el asado en un interminable debate sobre la adecuada temperatura de las brasas y/o si el fuego debe mantenerse vivo o si por el contrario es preferible acercar la parrilla cuando se sofoque para que el humeante rescoldo se encargue de la perfecta puesta a punto de las piezas. Aunque calma, calma. Mucha calma. Un momento: se nos olvidaba ese pulso tan habitual entre partidarios de echar ya entonces la sal o quienes se decantan por arrojarla una vez asadas las chuletillas. Mientras esperamos sentencia, nuevo trago al porrón: opcional, acompañarlo de choricillo, careta o panceta que se han asado en la primera tanda de parrillas para que pase mejor el rico vino de Rioja por el gaznate.
Proseguimos. Vamos dejando atrás ese solemne momento en que se da la vuelta a la parrilla con muñequeo incluido como si el maestro asador fuera un as de la halterofilia (movimiento en tres tiempos, ale hop). El asado va llegando a su fin: malas noticias para los discutidores natos, aunque todavía les queda una bala. La bala de plata, la clave de arco de una buena discusión en torno al fascinante mundo de la chuletilla. ¿Están ya asadas o no lo están todavía? Se acaloran entonces los ánimos, fruto de la cercana combustión de los sarmientos. El maestro asador se quema algún dedo extrayendo de la parrilla un trozo que confirme sus teorías: ya están hechas, claro que sí. Pero tropieza con el gran-momento-cuñado, ese paisano que mientras se va liquidando solito el porrón y entrando en todas las discusiones, siempre reclama una vuelta más a la parrilla. “No están, no están hechas. ¿No ves que no están hechas?” es la frase que surge entonces y que suele generar, ay, una recreación de las dos Españas. Porque el maestro asador peregrina enfadado con su fuente de chuletillas a la mesa donde aguardan los demás comensales y no le importa comérselas crudas antes que reconocer que el otro lleva razón. Y el otro se queda junto a la parrilla, en compañía de algún compinche, que le da la razón mientras se van comiendo las chuletas. Chuletillas calcinadas.
Sí, cualquiera habrá asistido alguna vez a tan emocionante rito. Por esa misma razón es una auténtica pena que los bares logroñeses excluyan de su oferta una función semejante para acompañar la ingesta de chuletillas: chuletillas al sarmiento al estilo del club de la comedia.
P.D. Mencionar la palabra chuletilla en Logroño retrotrae a quienes peinen alguna cana al extinto festival que poblaba de indígenas y forasteros avenida de Colón por San Mateo. Todo un espectáculo. Tan bizarro, que resulta en efecto de otra época. Acabó muriendo, ay, pese a los desvelos del singular maese Basilio, ideólogo de un instante cumbre en el programa festivo que luego se ha intentado resucitar… aunque sin la misma gracia. De aquellos sanmateos habla la foto que encabeza estas líneas: y de cómo el rito chuleteril puede servir para ejercitar una suave ironía logroñesa habla por su parte el video donde con gracia retrechera el gran Alberto Vidal acompañado por la Banaluse Big Band emula al no menos grande Pepe Blanco con una cancioncilla para chuparse los dedos.