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Jorge Alacid

Logroño en sus bares

El volante del Villa Rica

Néstor Santo Tomás dibujó a su cuadrilla en el Villa Rica de esta guisa en los años 80

 

Tomarse unos vinos por la calle Laurel exigía en mi mocedad el estricto cumplimiento de una serie de ritos que, luego de confirmarse, concedían a quienes superasen tales pruebas el carné de logroñés. Algunos ya se han citado aquí. Por ejemplo, aposentarse a comer pipas en la ventana del Tívoli, otro tanto en el alféizar del Taza. Engullir en invierno patatas asadas, que no calentaban tanto el estómago como las manos. Adivinar cuándo abría el Blanco y Negro, por supuesto. Someterse a la inclemencia del frío invernal en el wáter del Bambi, desde luego. Y hablando de wáteres, taza y media, con perdón: en el Villa Rica de la esquina con Albornoz aguardaba un examen doble. Hacer puntería en su inodoro de pedales (que tanto ayudó a reforzar nuestros abductores) e iniciar las prácticas del carné de conducir pilotando esa maquinita que se ofrecía a mano derecha según se entraba.

Esto último no era sencillo. Para empezar, porque solía estar ocupada. Los pasatiempos de aquella época eran tan escasos que cualquier nadería disparaba el entusiasmo y concitaba el interés de la potencial clientela. Además, había que aprovisionarse de calderilla, lo cual tampoco resultaba sencillo: porque, aunque suene paradójico, entonces todo el dinero que llevábamos era eso, calderilla, destinada a más altas ambiciones. Y porque el endiablado juguetito se las traía. Una especie de circuito de Fórmula Uno de juguete. Uno depositaba por la ranura su moneda y debía exprimir desde el primer segundo su capacidad de concentración: si no manteníamos desde el banderín de salida bien sujeto el volante, la moneda ignoraba las exigencias del circuito, sus curvas y sus contracurvas. A su libre albedrío, iba saltando y saltando hasta desaparecer, sin que pudiéramos dominarla a volantazos. Tilt.

Y si el jugador acertaba situando la moneda en el camino correcto, tampoco era el momento de cantar victoria: el recorrido que esperaba a continuación exigía una maestría que a muchos nos fue negada. Aún no había nacido Fernando Alonso, a quien me hubiera gustado ver domesticando aquella maldita moneda que se negaba a menudo a seguir su curso lógico y parecía disponer de vida propia. Aunque también ocurría alguna vez que ante nosotros se alzaba algún anónimo as del volante, cuyas filigranas en la maquinita nos dejaban mudos: el silencio se apoderaba del Villa Rica con una densidad de tal envergadura que bastaba ingresar por su puerta para saber que alguien estaba ejecutando con mayúsculo magisterio las maniobras reglamentarias que conducían a la monedita a su destino fetén.

¿Qué obtenía a cambio el exitoso jugador? Mis disculpas: se me ha olvidado. Debió suceder semejante proeza tan raras veces que no recuerdo nada. Nada de nada. Si el matrimonio que defendía aquella barra tan castiza le invitaba a un vino o si le permitía volver a intentarlo. Si recibía el aplauso sincero y emocionado del resto de la clientela (y salía por alguna de las dos puertas entre ovaciones) o si tal vez le convidaban a una bolsa de pipas. Logroño ya era así, según creo. Muy poco dado al elogio, aunque a todos nos constara que llevar la moneda dichosa por aquel carrusel de curvas y contracurvas, repechos endiablados y chicanes imposibles con mil trampas emboscadas para entorpecer el feliz itinerario representaba una hazaña magnífica. Es posible que incluso abucheáramos al mago del volante: nos ponía a los demás en evidencia.

Como se desprende, aquel juego tan tontorrón ocupó en nuestra iniciación a la calle Laurel una especie de hito tan formidable que se entenderá mi genuino entusiasmo cuando recibí por correo la imagen que ilustra esta entrada. Ahí verá el improbable lector, gracias a la pericia como dibujante de Néstor Santo Tomás, a dos jovencitos logroñeses extasiados al volante. Primeros años 80: cualquiera de esa generación puede reconocerse en la pareja de quintos, a quienes el resto de la cuadrilla no hace demasiado caso. Mejor dicho: los ignora por completo. Tal vez porque se disponían a completar con éxito la vuelta de reconocimiento y sólo se merecían eso: el desprecio que Logroño otorga a quien cosecha algún triunfo.

Todavía volví mil veces después de esa época al Villa Rica, seguí probando suerte con la máquina y vi crecer ante mis ojos a los hijos de aquel matrimonio que defendía el bar. Un día, sin embargo, encontré que todo había cambiado. Había cambiado la dirección del local y, horror máximo, había desaparecido el célebre pasatiempo, arrancado de la pared para morir (supongo) en el contenedor más cercano. Yo obré en consecuencia: nunca más regresé al Villa Rica. Alguna vez en que me vi tentado me he cerciorado de que la máquina sigue sin aparecer y me mantengo por lo tanto fiel a semejante boicot, tan marciano. Aunque tantos años esquivando esa barra donde pasé tantas y tantas tardes acodado viendo a tanto Fittipaldi de ocasión tiene ahora su recompensa: ese dibujo que me reconcilia con el Villa Rica que sobrevive en mi imaginación. El bar al que sí volvería.

Sobre todo, si recupera la maquinita.

P.D. Comenté con algún camarada de aquellos años estos recuerdos a propósito del dibujo que me envío don Néstor y comprobé que se trataba de añoranzas mutuas. Hasta el punto de que uno de ellos, el amigo Poty Foronda, me abrumó como suele: con el recordatorio detallado de este juego del Villa Rica… y de unos cuantos más. De los que yo no tenía ni tengo memoria. Fue tan preciso en sus propios recuerdos que le invité a que los comparta en este blog cualquier día de éstos. Compromiso que promete cumplir: así reviviremos de su mano los días en que una generación entera jugaba a poner una moneda encima de un limón sumergido en una fuente llena de agua. Para que luego nos digan que cualquier tiempo pasado fue mejor.

Un recorrido por las barras de la capital de La Rioja

Sobre el autor

Jorge Alacid López (Logroño, 1962) es periodista y autor de los blogs 'Logroño en sus bares' y 'Línea de puntos' en la web de Diario LA RIOJA, donde ocupa el cargo de coordinador de Ediciones. Doctor en Periodismo por la UPV.


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