Hace una semana, publiqué en este mismo espacio una entrada dedicada a glosar al venerable Villa Rica de la calle Laurel, disparando los recuerdos de su época más gloriosa para mí a partir de una imagen donde un grupo de colegas de generación disfrutaban del bar y de su célebre juego del volante. Aquel dibujo, debido al ingenio de Néstor Santo Tomás a quien no me canso de agradecer su suculenta contribución, también disparó la nostalgia de unos cuantos lectores, a quienes igualmente agradezco sus felicitaciones y comentarios. Entre ellos, los de un antiguo colaborador de esta sección, el amigo Poty Foronda. Quien se vuelve a animar a compartir sus reflexiones, puestas por escrito con la clase que le distingue en sus correrías literarias. Así que, con mi gratitud eterna, publico a continuación el artículo que firma el señor Foronda. Espero que os guste tanto como a mí.
RODANDO EN EL VILLA RICA
Regresa de tomar un café con Jorge, me hace sentar frente a la máquina y me pide que escriba. Empieza confesándome que su aversión a las máquinas electrónicas le viene de la adolescencia. Es firme: era un maula. No tardó en darse cuenta. Un poco más en asumirlo, reconoce. Se conformó entonces con mirar, callar y dar tabaco. Mirar las bolas de los futbolines y los flippers del Toky. Callar ante cualquier pirula. Y, más que dar tabaco, sonríe, a darle unas caladas al cigarrillo que pasara por delante.
Cuando abandonó los recreativos y encontró refugio en los bares, las máquinas también cambiaron. Las máquinas mecánicas (petacos, futbolín, billar) dejaban su espacio a las primeras consolas de videojuegos (murmulla algo del Space Invaders y el pimpón del Tívoli) y a las tragaperras.
Sin embargo, sobrevivían algunas máquinas de habilidad analógica en locales impermeables a la modernidad. Uno de ellos era el Villa Rica: un bar con tres puertas en la mejor esquina de la Senda. Me pide que lo describa en tres brochazos: una barra llena de cazuelas de albóndigas, cazuelillas de callos y platos con banderillas dispuestas a convertirse en el almuerzo, la merienda o el bocado de hombres de paso (todo demasiado viejuno como para llamarlo pincho, rumia); unas mesas y unas sillas de formica al fondo, un retrete (en el que se acertaba mejor borracho, ironiza), clarete de San Asensio y unas máquinas sin bits. Estas máquinas eran la razón por la que me hace escribir.
Una de esas máquinas estaba apoyada sobre el alféizar de la ventana que daba a Albornoz. Era un cajón con un volante con el que conducían, rodando de canto, una moneda (¿de pela, de duro?, no concreta) hasta llevarla a la meta por un circuito con curvas a izquierda y derecha. Cada una de las curvas tenía más caída en los extremos que la anterior. Él no superó jamás la segunda curva, reconoce. Como el premio no consistía en otra cosa que en recuperar la moneda, el dueño regalaba un mechero Bic a quien completaba el circuito. Pero antes había que avisarle en la última curva, pues no creía en milagros. Algunos tíos eran tan habilidosos que daban la última curva como Laudrup sus pases: mirando al árbitro. Y los había tan virgueros, me asegura, que llegados a esa última curva recorrían el circuito al revés, haciendo rodar hacia atrás y saltar hacia arriba la moneda. Él miraba, callaba y le daba unas caladas a lo que pasara.
La otra máquina, con la que uno se tropezaba nada más entrar, era una tragaperras, aunque no del estilo de las que llenaban de herraduras, campanas y vómitos metálicos los bares de la ciudad. Era como un flipper, tal vez algo más pequeña y con la pendiente de la base cambiada. Metían el duro por una ranura y la veías bajar por el canalillo, dirigible con una palanquita, y después rodar, con la expectativa de que hiciera diana contra alguno de los bolos que colgaban de unas lengüetas al fondo. Dependiendo del que acertaran caían dos, seis, diez o veinte duros. A diferencia de las máquinas de petacos, esta carecía de dispositivo de seguridad, por lo que en ocasiones la levantaban y la dejaban caer de golpe, con lo que lo bolos temblaban y soltaba unos duros. La máquina duró en el bar hasta que alguien hizo un agujerillo en el lateral, a la altura de los bolos, y con un alambre daba en el más cercano. Fue reemplazada por una tragaperras Ajofrín, una máquina fea y ruidosa, que, a pesar de ello, le alegró más de una noche en la que estaba, él me lo dice como en un blues, down and out.
La memoria es infiel, se defiende. Le gusta ordenar el caos de recuerdos que se amontonan cuando uno empieza a hurgar en ella, como queriendo llenar la nada infernal del olvido. La escritura busca hacer verosímil la memoria. Por eso me pide que coloque al final de la barra, junto al teléfono público, un tarro de cristal con el juego más analógico que conserva. Lo coloco allí donde me pide, aunque puede que estuviera en el Bretón (el de la Mayor) o en El Porvenir (en Herrerías). El juego consiste en colocar una moneda encima de un limón que flotaba en un tarro lleno de agua. Quien deja su moneda sobre el limón, se lleva todas las monedas. Suena sencillo. Asegura que el fondo estaba lleno de monedas.
Miró. Calló. Fumó. Nunca vio ganar a nadie. Y un día el bote, el limón y las monedas desaparecieron. Después él, la juventud, etc. Más tarde el matrimonio que lo regentaba (el hombre tenía el pelo como Moe Szyslak; la mujer, las pestañas como Marge). Aunque el Villa Rica sigue en la misma esquina (me hace comprobarlo en Google, él tampoco ha vuelto). Las máquinas son ya nosotros. No sé a quién cita cuando me dice que estamos hechos de la misma pasta que nuestros sueños. Le gustaba pensarlo entonces, mientras veía rodar las bolas en el Toky, mientras las monedas por las máquinas del Villa Rica, mientras se sentía como un canto rodado. Tantos años después, con los sueños intactos, se va por el pasillo diciendo que estamos hechos de la misma naturaleza de nuestros recuerdos. Y me deja tranquilo.
José Ignacio Foronda, replicante.
P. D. Menciona Foronda el replicante la incógnita desatada en torno a qué obtenía de premio el improbable as del volante que concluyera con éxito el circuito. Hay distintas versiones. Dos corresponsales del blog ofrecieron la suya: para quien se apoda nada menos que Bomberomauri, de premio el dueño regalaba un mechero. Y para el denominado ruizpra_4769, el premio consistía en “recuperar la misma peseta que el jugador había introducido”. “No salías más rico, pero sí más orgulloso”, añade. Más exactos parecen los recuerdos de Juan Luis Varona, el interlocutor que me puso sobre la pista del dibujo de Néstor, quien aparece por cierto inmortalizado en esa viñeta con el resto de la cuadrilla. Esto me cuenta, de nuevo con mi agradecimiento infinito por su amabilidad y buena memoria: “El premio fue variando con los años y con la pericia que iban adquiriendo los jugadores. Yo llegué a bajar la peseta (creo que era una peseta, pero quizás un duro, realmente de eso no estoy seguro) alguna vez, jajaja”. Y añade: “El que está jugando el el dibujo era el súper especialista de mi cuadrilla (uno de los hermanos de Néstor). La bajaba casi siempre. Lo complicado era parar la moneda justo en la última línea justo antes de caer, para poder enseñarle al del bar que la habías bajado. Tras eso, recuperabas la moneda y el del bar te hacía otro sorteo. Tiraba el dado con un cubilete que dejaba cubierto. Unas veces era con dado de póker y tenías que acertar el color. Otras, era un dado normal y tenías que acertar el número. Si acertabas, te regalaba un mechero”. Lo cual confirma lo que uno sospechaba: que en aquellos años, uno se conformaba con cualquier cosa. Sobre todo en la calle Laurel.