Este artículo dejará helado al improbable lector. O le encenderá el ánimo. Porque llega el verano y uno, cliente borrego donde los haya, tiende a solazarse con ese refrigerio tan peculiar llamado café con hielo. Peculiar porque la presencia de este último elemento amenaza con desnaturalizar el elemento central de semejante trago, pero qué importa: el parroquiano español es así. De modo que reclamará al camarero de confianza ese vaso conteniendo un manojo de cubitos, verterá la pócima contra el insomnio de la que es devoto y se refrescará el gaznate como es norma en los meses de calor. Y luego pedirá la cuenta y cruzará los dedos: a ver si este es uno de esos bares que también cobran el hielo.
Fin de la digresión: entramos a matar. Porque esta cuestión tiende a calentar los debates entre ambos lados de la barra. Los bares que facturan incluso el hielo tienen sus razones. Los clientes críticos con tal práctica, las suyas. Alegan los primeros que no se trata tanto de cobrar el hielo en sí, sino el servicio más exigente que es propio de ciertos tragos. Es decir, que no suelen tarifarlo cuando ayuda a congelar las copas o los refrescos, sino que se limitan a elevar el precio cuando acompañan al café mencionado: entonces, a la tacita le escolta el vaso donde nos lo tomamos, de modo que algún sentido tiende el alegato de la defensa.
Pero el tribunal popular llama ahora a declarar a los testigos de la acusación. La clientela convertida en celoso fiscal deduce que ese cobro adopta el aspecto de atraco, porque pocas cosas tan baratas como el humilde cubito de hielo: ingrese usted en el supermercado de la esquina o en la gasolinera más cercana, llévese por unas monedas unos cuantos sacos y observará que su economía doméstica no sufre grandes contratiempos. Y haga otra prueba, la prueba millones de veces repetida: meter agua en las cubiteras de la nevera familiar, sección congelado, y observará otro tanto, una generosa ración de hielo en formato cubito. Sólo comprar el periódico es más barato.
De modo que el jurado se retira a deliberar. En sus cavilaciones continúan frescas (mejor dicho, heladas) las opiniones de unos y otros. Las ha recopilado quien esto escribe a propósito de una polémica desatada en un grupo logroñés de Facebook, donde un particular tuvo la idea de registrar fotografiada la factura que calentó la polémica. Venía de disfrutar de su cortado con hielo y en efecto: el cortado costaba 2,40 y el puñado de cubitos, 0,30. Y claro: se armó un zafarrancho de orden bélico, como es propio de las redes sociales, donde el espíritu ingresa de suyo levantisco.
En los párrafos anteriores he resumido, más o menos, las dos vertientes de la controversia, aunque luego, a medida que iba comentando esta polémica, encontré a mi alrededor una tercera vía: la de quienes alertan de que hay bares que, en efecto, cobran los cubitos cuando sirven un café con hielo, pero evitan endosarlo por separado en la factura. Lo cobran de saque, sin dar más detalles y evitando que figure el detalle en la cuenta. El cliente mal informado paga la cifra que ponga en el papelito y se evita por lo tanto un sofoco añadido a los calores de la canícula: le parecerá exagerado el precio (o no), pero a otra cosa. Sin mayores discusiones.
Así que escuchadas todas las partes, llega el turno de presentar las conclusiones ante el jurado popular: el formado por los clientes de Logroño en sus bares. Ante quienes ofrezco mi propia opinión: la verdad, a mí eso de cobrar un suplemento por el servicio del café con hielo me parece exagerado. Uno se lo prepara a menudo en su domicilio y no tropieza con graves quebrantos adicionales en comparación con el humilde cafelito sin hielo ni nada. Sí: hay que allegar otro vaso, pasar el café de la tacita una vez azucarado, agregarle unos cubitos… Pero lo dicho: no creo que haya para tanto. Me resisto a pensar que tan modesto trajín equivale a 0,30 euros, aunque luego haya que limpiar el vaso y la cucharilla: se les hace hueco en el lavaplatos y a correr. ¿Eso cuesta cincuenta calas del antiguo sistema monetario? Me permito dudarlo.
Pero en fin: en estas cuestiones tiendo a sostener la opinión de que los comerciantes de cualquier gremio (es decir, no sólo el hostelero) nos cobran cuanto estemos dispuestos a pagar. No vale quejarse: uno apoquina la cifra preceptiva y en su mano está volver o no al bar donde se ha sentido perjudicado. Que es la mejor manera de mostrar su malestar: silencio administrativo. No hace falta calentarse ni dejar que se congele su mosqueo. Reservemos los calores y la frialdad para menesteres más trascendentes: por ejemplo, quién sirve las mejores patatas bravas de Logroño.
Porque seguimos con las votaciones.
P.D. El café con hielo ingresó en nuestra vida como parroquianos conspicuos allá en los lejanos años 70, como una versión contenida (también en su precio) de otra novedad que aterrizó en Logroño por esa época: el irlandés. O el escocés: se conoce que cualquier cosa con hielo y café que reclame una dosis de destilado tendía a confundir de tierra natal a quienes lo servían. Ese chorro de güisqui elevaba la factura exponencialmente, pero era una tarifa que se podía pagar (y de hecho se pagaba) porque a cambio uno se regalaba un trago fetén y modernísimo para entonces y fardaba una barbaridad cuando se lo despachaban porque veía al resto de clientes darse codazos estupefactos preguntándose sobre la naturaleza de semejante pócina. Según la amiga Wikipedia, el café irlandés consiste en mezclar por supuesto café y desde luego güisqui, pero también una densa crema de dos centímetros de espesor. Vale también la nata. Y no: no es lo mismo que el escocés, que recurre como elemento adicional al helado de vainila. En nuestros días, superado aquel impacto inicial de su aparición que nos dejó noqueados, su presencia en las barras de confianza tiende a declinar, aunque tengo observado que el Bretón preserva ambas especialidades en su carta de cafés, en compañía de otras variedades igualmente sabrosas. El café polar, por ejemplo. Que también te puede dejar helado.