Qué hermosa palabra es clarete. Un riojanismo del que sentirse orgulloso. Clarete. Oyes pronunciar a tu vera esas tres sílabas y ya dan ganas de pedirte un vino. Una voz incomparablemente mejor que rosado, dónde va usted a parar. Clarete además posee alguna reminiscencia extranjerizante, que nos deposita en el país de Dickens y Conan-Doyle. Sus héroes solían pedirse una jarra de claret mientras avanzaban en esas peripecias de ficción, tan a menudo preferibles a la vida real. Claret, en efecto, se tomaba Sherlock (entre pipa de nicotina y trallazo de morfina) luego de cavilar por entre las nieblas de Londres. Claret, por supuesto, se pedían los personajes del Club Pickwick, un trago muy adecuado para avanzar en su fatigosa tarea de observadores de la naturaleza humana. Que eso somos nosotros cuando nos convertimos en parroquianos del Sebas, El Soldado o el Soriano: vigías de nuestros semejantes, vaso de clarete en mano.
Acepte el improbable lector esta digresión, que viene a cuento de una reciente invitación formulada por un conspicuo corresponsal, quien me animaba a extenderme en mis propios avatares como incondicional de este vino tan genuinamente riojano. Una palabra que juzgo en retirada cuyo anacronismo creciente tiene su encanto: a mí me divierte ingresar en un bar atendido por camareros recién superado el acné y pedir que me sirvan un clarete. Su cara de desconcierto explica muy bien lo mal que estamos en algunos usos y varias costumbres. No hace demasiado una de estas camareras, casi impúber, tuvo que reclamar la ayuda de su jefe: luego de un interrogatorio al alimón, al fin entendieron qué quería tomar y accedieron a servirme un clarete. De Cordovín, por cierto. Rosados abstenerse.
De qué hablamos por lo tanto cuando hablamos de clarete. Acude en mi auxilio el mago Abel Mendoza, el hechicero que proporciona vinos tan magníficos como su generosa sabiduría. “El auténtico clarete”, aclara el mago vinatero desde su guarida en la Sonsierra, “se hacía en San Asensio”. “Era un vino que fue muy popular en los años 70, con un color cebolla muy característico, aunque luego la fama se la llevó Cordovín”, añade. Vinos sangrados en el lagar, habitualmente a partir de uvas tinta de variedad garnacha, que algunos elaboradores mezclaban a veces con blanca (viura, sobre todo). Con el paso del tiempo, recuerda Mendoza, “en Rioja se fue tendiendo hacia otro tipo de elaboraciones, buscando un color más propio de los vinos provenzales”. Y ese vino clarete se convirtió en otra cosa: se convirtió en rosado, “como todos esos vinos catalanes que empezaron a proliferar, con colores más rojizos, rosáceos”. De modo que se ha ido, en efecto, perdiendo la esencia de aquellos claretes, cuya desaparición no deja Mendoza de lamentar. Y se apunta, desde luego, a su reivindicación: “Yo estoy a favor de dignificar el trabajo del viticultor y de todo lo que suponga apostar por los elementos distintivos. De todo aquello que diferencie al Rioja”.
Una lección bien aprendida en otros pagos, no lejanos. Navarra sí que apostó por su rosado, los castellanos viejos otro tanto por el de Cigales y hoy los claretes riojanos sufren una competencia cruel. Doblemente cruel. Porque nuestros vinos ni siquiera pueden llamarse por ese nombre (la nomenclatura clarete está taxativamente prohibida: legalmente, debe emplearse la voz rosado) y porque en calidad nada tienen que envidiar a sus mentados hermanos. Más bien al contrario: algunos de estos vinos en algo recuerdan a otros miembros de su familia, los Bandol que elaboran en la Provenza francesa y que, como es norma en el país vecino, se tarifan a precios que revelan su auténtica estatura. Nada que ver, por lo tanto, con las prácticas tan desdichadamente habituales en la DOC Rioja, donde tan a menudo se confunde valor y precio. (Veáse, por ejemplo, lo que cuenta por aquí el señor Luis Gutiérrez, el enviado por Robert Parker para habitar entre nosotros).
De donde se deduce que en materia vinícola, como en tantos otros ámbitos, en La Rioja podemos avanzar hasta el infinito, porque partimos desde muy lejos. En estos tiempos de búsqueda permanente de la diferenciación, el clarete debería tener sus mejores aliados entre los riojanos, es decir, entre bodegueros y clientes potenciales. Deberíamos ser los abanderados de la diversidad. Pero ocurre a menudo lo contrario; nos sometemos con gusto a la dictadura de la globalización que todo lo uniforma, y el rico acervo cultural (cultural en todos los sentidos, no sólo lingüístico: el vino es sobre todo cultura, y milenaria además) que distingue a cada territorio tiende a perderse. O al menos a desnaturalizarse: cuando en una barra de Logroño se quedan estupefactos, como si hablaras suajili, si tienen que servirte un clarete es que algo se ha estado haciendo mal desde hace demasiado tiempo.
¿Se puede corregir el error? Lo dudo. El viento de la corrección vinícola impone sus propias reglas con tal potencia que se lleva por delante incluso lo más íntimo. El amor hacia lo propio, que amenaza con ver convertidos a los incondicionales del clarete en una especie de habitantes de la aldea gala de Asterix y compañía. Lo cual, bien pensado, tiene sus ventajas: porque aquellos galos resistieron. Y resistir equivale a triunfar. Así que como ellos deberíamos resistir quienes nos negamos a sucumbir a esta moda que incluso nos obliga a dejar de llamar clarete al clarete. El mismo vino que por San Asensio lanzan al aire en su singular y masiva Batalla veraniega. Un acontecimiento que podría tener un estupendo compañero de viaje, un complemento algo más prosaico: la reivindicación de los grandes vinos claretes que han alumbrado por ese rincón de La Rioja desde siempre. Un clarete de calidad, que acabaría con tanta confusión terminológica y apuntaría directamente al corazón de todo vino: al pueblo. Clarete, un vino de pueblo: lo regalo como eslogan si algún intrépido se arrima por aquí y se anima a secundarme. Y para el resto, para quienes habitamos a este otro lado de la barra, dejo otro consejo: que sigamos pidiendo clarete. Aunque a cualquier camarero barbilampiño le lleve una eternidad despacharlo.
P.D. Para quienes estén interesados en participar de estas disquisiciones, les recomiendo el artículo que dejó escrito en Diario LA RIOJA el experto Pepe Hidalgo, quien alcanza conclusiones más o menos similares a las arriba expuestas, aunque adornadas en su caso con las virtudes de su docto magisterio. Y para situar el debate en términos más prosaicos, añado la imagen situada sobre este último párrafo, capturada recientemente en la celebérrima Bodega Guillermo de Cuzcurrita, a cuya cortesía me abandoné bien pertrechado de la botella que aparece integrando ese bodegón tan riojano. Botella de clarete, por supuesto. Y de lágrima, como nos avisó el propio patrón de ese ejemplar negocio. Un néctar.