Cada cual tiene su lugar en el mundo. Ese sitio especial, depositario de una magia distinta, donde uno reconoce a su auténtico yo y se confiesa a gusto consigo mismo y con cuanto le rodea. No son muchos lugares. Suelen ser privados (tu sofá favorito, ese rincón del estudio desde donde divisas tus fotos predilectas, un libro en el regazo, tu banda sonora preferida acunándote) pero también pueden ser públicos. Lugares cargados de memoria. Memoria personal y memoria compartida: ese lugar por donde pasaron tantas otras almas antes de que tú ingresaras en ese espacio y también lo hicieras tuyo. El sitio de tu recreo.
Un bar, por ejemplo. Pero no cualquier bar: de entre toda la baraja que forma el conjunto de barras diseminadas por el universo mundo, tiendo a decantarme por el café. Esa tipología puebla mis fantasías más prosaicas. Me veo a mí mismo vagando por el Viejo Continente, curioseando por sus ciudades, dejándome llevar por París, Roma o Berlín hasta desembocar en el café totémico de cualquiera de ellas. Pedir una mesita interior tras la brillante cristalera de buena mañana para maravillarme con el milagro de la vida. O aposentarme en el velador exterior y alcanzar este tipo de dicha sutil y humilde, aunque profunda, antes mencionada: el gozo de sentir que ese es tu lugar del mundo. Observar la legendaria coreografía que ejecutan los camareros de blanquérrimo mandillón, gobernando a la clientela con discreta mano izquierda y elevado sentido del oficio. Atacar el café luego de elegir alguna gollería de entre las golosinas que surten su barra y dedicarme a perder el tiempo. Esa lentitud, la vida contada a fotogramas. Y observar. Mi pasatiempo favorito.
Convertirme en observador de la naturaleza humana, como reclamaba Dickens a sus héroes del Club Pickwick. Un entretenimiento que alcanza la categoría de epifanía (una epifanía cotidiana: valga el oxímoron) ese día en que, luego de deambular por los bulevares de París por ejemplo, te detienes en el Café de la Paix, ocupas tu silla con su respaldo de hermoso mimbre entrelazado apuntando hacia la gloriosa Ópera de Garnier y ves pasar el mundo ante sus admirados ojos. Si cito este local parisino es porque tengo para mí que en Francia se cuida especialmente esta clase de establecimiento: entre los regalos que la cultura del país de Napoleón (y de Brigitte Bardot) derramó entre nosotros, no me parece menor la ejemplar expansión por el continente de su devoción por el entronizado café. Sólo en la capital se alojan unos cuantos de ellos de acusada categoría y célebre trayectoria; quien viaje por el interior del hexágono, observará que además cada ciudad dispone de su propia versión. El café es tan francés como el cruasán, la baguette o el pastis. O como Brigitte Bardot.
Así que anote el improbable lector a los cafés de París los que pueda encontrar por Burdeos, Pau o Reims. O por Toulouse, Aix-en-Provence, Rennes o Nantes. Y despliegue con ellos un espléndido mapa que puede completar con los que vaya conociendo por el resto de países europeos que cultiva esta misma religión. Esa Europa de los cafés es un invento colosal. La Europa del civismo. La Europa de la urbanidad y las buenas costumbres. La Europa donde se lee el periódico de buena mañana mientras te tomas un expreso es la Europa que debería sobrevivir incluso en caso de cataclismo nuclear. La Europa que deberíamos preservar en nuestros corazones como el tesoro que es: el territorio del civismo y la compasión. La Europa que forman el romano Caffe della Pace (un recodo de ensueño) o el veneciano Florian (con vistas a la plaza de San Marcos: inolvidable siempre, pero especialmente si cae la noche y una niebla fantasmal llega desde el mar vecino) o el florentino Giubbe Rosse, de elegante mobiliario art déco. Los cafés sigilosos de Berlín, donde parece siempre a punto de dejarse caer por allí algún personaje de Le Carré. Los cafés multicolores de Amsterdam, ricos en admirable diversidad humana (tan ricos como la tarta de manzana que sirven en el coqueto Winkel). Los discretos cafés portugueses, donde el tiempo se detiene y se vuelve (o así me lo parece a mí) más literario: en cualquier momento nos saludará el amigo Pessoa. Los melancólicos cafés de Praga, como el Slavia, que ofrece una insuperable puesta de Sol y un escalofrío soviético. O los majestuosos cafés de Bruselas, desde cuyos ventanales puede el observador avispado detenerse en la contemplación del concepto de decadencia. Que también es muy europeo.
Si reparo hoy en todos esos hitos geográficos y sentimentales que configuran la Europa de los cafés es por una doble razón. La primera, muy obvia: que este próximo miércoles se celebra el Día de Europa, efeméride a la cual contribuye modestamente este blog con las aportaciones que le son propias. Es decir, elucubrando sobre Europa en sus bares. Y dos: porque me llega la feliz noticia de que el querido Café Moderno, el más café de entre los cafés logroñeses, acaba de ingresar en la prestigiosa orden llamada Asociación Europea de Cafés Históricos, que registra la pertenencia de otros célebres establecimientos. Entre ellos, por supuesto, unos cuantos españoles, que edifican un territorio magnífico, un país independiente: más le valdría a nuestra maltratada patria atender el mandato que cada día se orquesta en todos ellos en favor de una sociedad menos cainita, menos ruidosa, menos histérica. Más civilizada. La España de los cafés sería un partido estupendo para otorgarle nuestra papeleta. La España los cafés catalanes, por ejemplo, y perdón por este otro oxímoron. La España del recuperado Comercial de Madrid. La del Novelty de Salamanca. La del Iruña pamplonés. La de tantos y tantos cafés esparcidos por la geografía nacional ya desaparecidos, incluyendo alguno logroñés. La España que pudo haber sido: la que todavía merece la pena. La España europea de verdad.
Mi lugar en el mundo.
P.D. Ya ha aparecido aquí en otras oportunidades el local que la familia Moracia regenta en la plaza de Martínez Zaporta, un estupendo negocio que acaba de soplar sus cien primeras velas por todo lo alto, fiestón incluido. Ocurrió a lo largo del 2016, festejando durante todo el año su apertura como Café Madrid allá en 1916, antes de ser bautizado como Novelty (sí, como el salmantino) y mucho antes de ser denominado Moderno, la nomenclatura elegida por el abuelo Mariano para cruzar el siglo desde la temprana y trágica fecha de 1936. Ahora, forma parte de esa ruta de 29 cafés históricos europeos que sirve como espinazo del sueño continental. Una atractiva ruta a través de la historia, la geografía y las emociones compartidas.