La imagen que ilustra estas líneas se tomó hace unos días, en el establecimiento que las hermanas Loro acaban de abrir en la calle San Agustín. Se observa a quien esto escribe (perdón por el ataque de importancia, que diría Valdano) mientras atiende al equipo enviado por Canal Viajar para que recorriera con ellos los bares del centro de Logroño un sábado cualquiera, explicando sus virtudes a la audiencia que pasado el próximo verano podrá ver en sus pantallas el resultado de tantos desvelos. Respondía de esta manera a una invitación de la productora del programa llamado Ciudades de Noche, que se exhibe en Movistar Plus: sus ideólogos querían dedicar una entrada a Logroño y pensaron que esa parte de las rondas nocturnas de tragos y bocados podían tenerme como cicerone. Otros lugareños sirvieron para semejante propósito en franjas igualmente noctívagas: entre todos procuramos que, sobre todo quienes no conocen nuestra ciudad, sintieran que se están perdiendo algo. Espero haber contribuido con mi cuota alícuota.
Fue una invitación en cierto sentido envenenada. Tenía que elegir a cuatro bares. Sólo cuatro. En ellos debía condensar la experiencia que un indígena ha ido haciendo suya cuando se responde a sí mismo a esa pregunta: qué significa ir de bares por Logroño. De modo que a la hora de decantarme por unos o por otros, luego de darle alguna vuelta al caletre, concluí que que, más que en su condición de bares, debía pensar en esos cuatro elegidos como referencias. Como hitos para un viaje por la noche logroñesa a lo largo de su historia. Bares cuyo espíritu pudieran compartir también sus propias competidores locales: todos ellos forman parte de la misma gloriosa baraja de locales logroñeses. Integran una paleta común. Decidí que, aunque escogiera a los que finalmente elegí, quienes no aparecieran en el programa pudieran sentirse representados.
Bajo esa pretensión ideé un viaje por Logroño que seguía los preceptos de tantos y tantos veteranos de mil barras, a quienes debo la información de que, en realidad, la costumbre de las rondas nocturnas se inició no tanto en Laurel y alrededores como imaginamos sus nietos, sino en la calle Mayor y aledaños. De modo que me pareció que guardaba cierta justicia poética atacar el programa empezando por ahí. Por la calle Mayor. Me decanté por El Guardaviñas como símbolo de que las antiguas tabernas donde se destetaron como clientes los miembros de la generación de nuestros abuelos admiten una versión contemporánea que puede contribuir a dotar de un perfil renovado a la calle. Además, El Guardaviñas, como otros bares hermanos, fusiona con acierto en su carta de bocados (recetas clásicas adaptadas a los nuevos tiempos) y en la de tragos (referencias tradicionales de Rioja junto con las propuestas de los vinateros rocanroleros) esa doble alma: amor por las raíces, revisitadas a la luz de la modernidad.
Siguiente etapa: de la Mayor, a la Laurel. A cuyas puertas expliqué al improbable público las particularidades de nuestra calle más célebre, cuyas puertas franquea la Taberna del Tío Blas. Otro ejemplo de renovación que no por casualidad se aloja en una antigua farmacia, lo cual me dio pie para relatar a la audiencia un aspecto clave de la experiencia como parroquianos de nuestros bares predilectos: que son también farmacias. Administran con buen tino sus productos para aliviar nuestros maltratados espíritus y ayudar a sanarnos. A curarnos de males desconocidos, según las normas que el sentido común prescribe: porque estos bares/farmacia sirven, sobre todo, para celebrar la vida. Para festejarla. Para exaltar los valores de la camaradería y la amistad: de Logroño, para el mundo.
La visita por Laurel tuvo que incluir la advertencia que cualquier feligrés autóctono ya conoce: que en realidad la calle es una y trina. Al río madre se le añaden esos dos afluentes que tributan por su derecha, Albornoz y Travesía, las cuales desembocan a su vez en una cuarta calle que coloquialmente forma parte del mismo viaje: San Agustín. Que dispone de su propia personalidad, por supuesto, aunque incluida en el imaginario colectivo dentro del mismo concepto: el concepto Laurel. Con su leyenda sobre libertinas damas que adornaban con esas hojitas sus balcones para demostrar su predisposición al combate amoroso y resto de mitos locales: si non e vero… Etcétera. Así que se entenderá que nuestra ruta incluyera una reflexión semejante en torno a lo viejo y lo nuevo. Los bares de toda la vida y los recién llegados.
Y entre estos últimos, neófitos de ultimísima hora, Divina Croqueta. El mencionado local que las hermanas Loro han plantado entre nosotros luego de su trayecto desde Sorzano, a mayor gloria de la apabullante lista de croquetas que, en efecto, se despacha en este bar situado en el tramo final de San Agustín. Que además homenajea a los negocios de esa misma zona con una ensalada de tomate tan propia de otros bares vecinos que tiene truco: porque se oculta tras un trampantojo cuyos ingredientes no desvelaré y porque, aunque rinde tributo al amigo Manolo de El Soldado, en realidad el interesado no se da por aludido. No tenía ni idea, aunque agradece el detalle.
Lo sé de primera mano porque así nos lo confesó en la siguiente parada de nuestra ruta: de lo novísimo, a lo tradicional. El Soldado, bar del linaje propio de las bodeguillas tan caras antaño a Logroño, representaba en este itinerario para quienes menos conocen nuestros hábitos en materia de bares la entronización de aquellos establecimientos donde los clientes acudían con sus fiambreras para que les despacharan el vino, adornado a veces con algunas viandas características de estos locales. Lo proclama Manolo siempre que puede y lo proclamó igualmente ante la cámara de Canal Viajar, que se había enamorado de su verbo fácil y dicharachero. También se dejó conquistar por su endiablada habilidad para cortar el tomate de la ensalada famosa, cuyos secretos se resiste a desvelar: Manolo, ya se sabe, es un caballero.
De modo que concluida la gira por Logroño de noche, antes que nuestros invitados siguieran con su paseo por las zonas de copas indígenas en manos de otros anfitriones que tuvieron la amabilidad de relevarme, me retiré a la medianoche luego de pasearles por el Moderno, un café que les excitaba la curiosidad porque es más que un café: es un icono. También ha sido escenario de alguna película, como Calle Mayor, cuyo rodaje intrigaba igualmente a los amigos de Canal Viajar. Allá acabamos la singladura: en la Calle Mayor del cine, que en realidad es Portales. Una metáfora. El viaje moría donde se inició. De la auténtica Mayor a su encarnación cinematográfica. Con una reflexión en voz alta que me permití compartir con quienes alguna vez se asomen a su televisor y vean cómo es Logroño a la luz de la luna: la alianza que sellan en ese punto las trayectorias de nuestro inmortal Rafael Azcona con la de Juan Antonio Bardem, director de la legendaria cinta. Para ellos hace años que se hizo de noche. Al menos, a nosotros nos sigue iluminando el recuerdo que dejaron en nuestra memoria a la altura de un bar. A la altura de Los Leones: aquel bar de bares. El bar de cuando en Logroño no se ponía el sol.
P. D. Como preámbulo a la visita guiada por Logroño (de noche) en sus bares, tuve el privilegio de dirigir un periplo similar un día antes a un grupo formado igualmente por periodistas. En este caso, chinos. A quienes conduje hacia un itinerario más contenido: como querían saber qué se cuece en las cocinas de un típico bar logroñés, puse al equipo de informadores asiáticos en la jurisdicción de la Taberna de Baco, donde les atendieron con la hospitalidad conocida. Pedro y sus chicas explicaron las entrañas de su oficio, prepararon sus suculentos platos para asombro y delicia de los recién llegados y regaron las viandas con buen vino de Rioja, el favorito de aquel país de entre todas las denominaciones españolas. El proyecto se denomina ‘Un paseo por las Españas‘, lo cual no sé muy bien qué quiere decir: yo me limité a guiarles por Logroño. Que al cierre de esta edición, sigue siendo uno.