Ah, la tortilla. La tortilla española, con permiso de Puigdemont y su particular muñeco Rockefeller, al que llaman Torro. Nuestra particular magdalena proustiana. Ese bocado que cada cual asegura haber saboreado en el culmen de su excelencia en el hogar familiar: como la paella o las croquetas, nadie hace la tortilla mejor que nuestra señora madre. Aunque luego debemos reconocer que, ejem, algunos fogones cercanos la despachan estupenda de punto, sabrosa, atractiva. Se exhibe en las barras de confianza coqueteando con la clientela, que posa su mirada sobre ese festín color amarillo que ahora tiende a servirse poco cuajada y que antaño disponía de la contundencia propia del recetario de después de la guerra (incivil). La tortilla, ante la cual nos postramos de rodillas cuando entramos en nuestro bar favorito. La tortilla, que nos devuelve a la primera adolescencia: ah, la tortilla de La Viga.
La tortilla que, en fin, protagoniza desde hace unos años un concurso organizado por esta casa, a través de su suplemento Degusta. Por donde han desfilado algunas de las más conocidas de Logroño, ante las cuales me quito el imaginario sombrero, pero que ha servido también para descubrir facturaciones desconocidas por quien esto escribe. Así me ocurrió por ejemplo con la del Serenella: no tenía el gusto, pero desde que ganó el concurso hace algún año, me tiene entre sus devotos, religión que practico sin embargo menos de cuanto quisiera, aunque ahora que vuelve a reinar en el palmarés prometo una nueva visita. Porque sigo siendo fan de las tortillas que me pillan más a mano: ya se ha citado aquí aquellas donde tengo puestas mis complacencias, empezando por la del Sebas. Un bocado más bien sentimental: cuando pido mi platillo que desciende del elevador, me veo de nuevo atacando el pincho de chavalito, escuchando al titular de la casa atacando una jota, piropeando a las chavalas cuando semejante práctica no se había vetado.
Las que ayer compitieron en incruenta lucha protagonizaron un divertido ejercicio culinario-festivo en la plaza de Abastos. Que es un espacio por cierto estupendo para convocatorias de esta índole, que le conceden unos minutos de gloria a sus mejorables días. Los expertos, miembros de un jurado de postín, cataron las viandas presentadas a su dictamen, conocieron las impresiones de los concursantes y discutieron entre sí hasta reconocer a las mejores presentadas en ambas categorías: la tradicional, es decir, la de toda la vida, y la que añade algún elemento adicional para mejorar el producto final (a menudo, sin éxito, según mi humilde experiencia).
Yo acudí en ese peculiar momento que se vive a puerta cerrada, cuando los miembros del docto tribunal aún no han impartido sentencia. Son unos minutos muy interesantes. Me ha tocado presenciarlos cuando Lorenzo Cañas dirigía las operaciones, al frente del jurado, como Napoleón visitando a sus tropas antes de la batalla, animando a los novatos (el pequeño pero Mastercheff Mario, por ejemplo) y adiestrando al resto en la paleta de sabores y aromas que debían calibrar antes de emitir su dictamen. Otro tanto ocurrió ayer: Manolo González, Ventura, Gabi y resto de examinadores caminaban de mesa en mesa, concentradísimos, compartiendo sus hallazgos mientras cerraban los ojos para poner en acción la pituitaria y resto de órganos que miden la calidad de las tortillas presentadas.
Su fallo ya lo habrá conocido el improbable lector en las páginas del suplemento Degusta que publica esta casa cada sábado. Ganó de nuevo el Serenella en la categoría tradicional y el Némesis en la que añade algún otro ingrediente. Escoltaron al primero en el podio la Taberna de Baco y el Ibiza, mientras que al segundo le acompañaron el Oslo II y el Picasso. La Casquería, el bar alojado enfrente del periódico, se llevó el premio del público y La Taberna de Baco repitió éxito: también se adjudicó el premio convocado por Coca Cola por su imaginativo diseño. Tuvo mérito: debieron imponerse a una cincuentena de participantes, ese número limitado por la organización para evitar aglomeraciones el día de la final y para procurar que el jurado no se vea desbordado. Hubo quien intentó apuntarse a última hora y ya no pudo: cerrado el control de firmas. Lo cual desvela el éxito del concurso, aunque su auténtico impacto se genera en sus barras. Donde desembarcarán a partir de ahora los clientes ahítos de satisfacer tanto su apetito como su curiosidad: para saber, en consecuencia, si preparan en estos bares la tortilla mejor que en su casa.
P. D. El debate sobre la mejor tortilla logroñesa admite todo tipo de aportaciones; entre ellas, saber si sabe mejor elaborada al estilo tradicional o cuando se agregan elementos innovadores. De entre las que yo caté, debo confesar que me conquistó el sabor de las primeras: clásico que es uno. Aunque lo mejor de este certamen, cuyos resultados no deben tomarse como prueba científica sino como una invitación empírica que admite por supuesto otras valoraciones, viene luego. Cuando ocurre lo antedicho: cuando los concursantes premiados lucen en sus negocios el cartelito que les acredita como tales, atraen a una clientela nueva y acaban con los músculos maltrechos de tanto batir huevos, tanta sartén volteada y tanto plato servido a velocidad de vértigo. La parroquia conspicua, de paso, puede presumir de que ella ya lo sabía: que ya sabía que en esa barra de su predilección se despachaba una tortilla fetén. Unos y otros, los feligreses recién llegados y los veteranos, contribuyen a mejor las finanzas del local ganador gracias a su tortilla. Con o sin.