La calle Hermanos Moroy, según recuerda el llorado Jerónimo Jiménez, debe su nombre a los (en efecto) hermanos así apellidados: Cesáreo y Emilio. Cuya casa familiar se encontraba allí situada y de hecho todavía la habitaba otra hermana, María, allá por 1904, cuando el Ayuntamiento decidió honrar su memoria llevando su nombre al nomenclator. Entre otros merecimientos, porque al amigo Cesáreo se debían algunos avances que habían mejorado la vida logroñesa: por ejemplo, la construcción del pantano de La Grajera, en su condición de ingeniero de Caminos… proyecto cuya autoría otras fuentes de autoridad atribuyen a Amós Salvador. A quien como dispone no muy lejos de su propia plaza con su nombre imagino que no le importará compartir protagonismo con los mentados hermanos en el callejero de Logroño.
Pero la calle Moroy, salvado este paseo por la historia, representa sobre todo para mí antes que un homenaje al inventor del querido embalse una no menos querida chincheta de mi propio mapa sentimental. Haber nacido una manzana más allá me concede tal prerrogativa: mis pasos por ese trozo del Logroño castizo son antiguos y renuevan en cada caminata mi particular memoria, desbordante de ecos infantiles que asocio a la intensa actividad comercial que procuraba la calle. Que ha conocido días mejores como icono comercial. Encajes donde Olga, zapatos donde Calle, libros y cuadernos donde Ochoa, viandas jugosísimas en La Barata, moda avanzadísima para la época (años 60, primeros 70) donde las hermanas Clem… Puedo seguir unos cuantos párrafos, pero no aburriré al improbable lector. Porque si regreso hoy a la calle Moroy es para hablar de bares.
Lo justifica una aparición más o menos reciente. Ajo Negro, bar y casa de comidas situada precisamente donde antaño alojaba la familia Calle la sede matriz de su negocio zapatero. Y lo justifica también una larga idea que he ido acuñando cada vez que viajaba de la calle San Juan a la Laurel y viceversa: que esta calle me parece fetén para el sector hostelero. Y que me extrañaba que no hubiera quien pensara lo mismo y (sobre todo) se animara a plantar su bar y competir en armonía con los locales de las calles citadas y otras aledañas, como Marqués de Vallejo: que albergó el Pachuca hoy vacío y dispone ahora de una estupenda aunque breve oferta (encabezada para mi personal criterio por el coqueto bar del Hotel Marqués de Vallejo: ya tengo escrito que me chiflan los bares de hotel).
Así que bienvenido, Ajo Negro. Un bar estupendo, con una carta de vinos bien construida y unas cuantas gollerías muy jugosas para el picoteo (o para algo más que el picoteo). Prueba suerte en un emplazamiento que ha conocido otras encarnaciones hoteleras, que no fueron muy lejos: misterios. Misterios de Logroño. Porque mi tesis viaja en dirección contraria: Hermanos Moroy lo tiene todo para triunfar. Su céntrica ubicación y su condición de cabeza de puente de ida y vuelta para las excursiones por las vecinas San Juan y Laurel. Cercana también a Portales, convertida de un tiempo a esta parte en parque temático del universo hostelero, que alguna reflexión global merecería sobre su reciente e imparable transformación.
Ajo Negro no está solo en Hermanos Moroy. Le acompaña en la misma calle El Palillo, donde no tengo el gusto, aunque dispongo de entusiastas referencias. A su vera, la degustación de cafés El Pato, una de aquellas marcas del Logroño cafetero que merecerán cierto día una entrada para ellos solos. De la que por cierto fui asiduo una larga temporada, cuando vivía ahí al lado: luego, sólo he regresado en alguna ocasión furtiva. La última, acompañando por cierto a un tal Mariano Rajoy… Pero esa es otra historia.
La auténtica, la genuina historia de Hermanos Moroy como tótem de Logroño en sus bares, se termina de escribir en los dos asadores de ese mismo tramo entre Gallarza y Sagasta, empezando por el Ascuas, que para eso vio primero que esta calle era un espacio idóneo para implantarse y porque siempre que he acudido por sus lares he salido muy satisfecho. Ocurre sin embargo que, ay, ninguno es un bar. Como tampoco lo era un negocio que estará siempre vinculado para mí a Hermanos Moroy como escenario de escareceos infantiles camino del Espolón: el carrito que se acomodaba en la esquina con Marqués de Vallejo, donde un caballero vendía su mercancía fetén. Pionero del food truck: despachaba trozos de coco, cucuruchos de caracolillos… Era un bar, casi seguro que lo era, pero su dueño no lo sabía. Como ignoraba que en el edificio de enfrente (el conocido en la jerga logroñesa senior como ‘el del carné de identidad’) un día se alojaría un bar en el mismo local donde la familia Calle vendía zapatos. El tipo de establecimiento que ojalá dispare al resto de la calle como un territorio propicio para ir de bares: sin necesidad de que invadan toda Hermanos Moroy como están haciendo con Portales. Que también en nuestras barras favoritas en el término medio reside la virtud.
P. D. La deriva peligrosa de Portales se refleja estos días con mucha precisión en la imagen siguiente: el contraste entre el feísmo propio de los casinos urbanos que tan preocupantemente proliferan por Logroño y el negocio igualmente recién abierto a su vera, una perfumería de acabada factura. Una hermosura, ubicada donde estuvo la tienda de regalos Gala. El casino ocupa el local que fue tienda de muebles de mimbre, regentada por Pablo. El contraste entre ambas aperturas flamantes todavía refleja que otro Logroño es posible. E invita a cavilar en estos largos días de verano, las siestas infinitas, las tertulias interminables. Porque el tiempo se estira durante la canícula: será consecuencia de que estamos de vacaciones. Como este blog y su autor, que se marchan a tomar viento fresco agosto mediante. Mientras tanto, hasta septiembre, nos vemos en los bares.