El país de las colinas color púrpura, según la atinada observación que dejó escrita Henry James en sus diarios de viajes. La patria de Robert Louis Stevenson, héroe de mi lejana infancia. La cuna de otros cuantos de mis ídolos futboleros, desde Joe ‘Tiburón’ Jordan allá en el pleistoceno, a Kenny Dalglish, sólo unos años más cercano en mi memoria, pasando por aquel Celtic campeón de 1967 (con Jimmy Johnston en el ala y Jock Stein en el banquillo). Escocia en sus bares, me barruntaba mientras pilotaba por la izquierda hacia los confines de las Tierras Altas, calculando (diabólico suplicio) en millas y yardas la travesía, tiene que oscilar entre dos polos muy queridos: el sabor de sus legendarios güisquis, que tanto han ayudado a mis digestiones dominicales, y la espuma de las cervezas patrias, que con tanto afán cultivan los naturales de toda la isla. Escocia, en consecuencia, bien vale unos párrafos para recapitular cuánto dan de sí sus barras más conspicuas, que alegraron mi corazón este verano y pespuntearon con unas cuantas pistas que comparto con gusto un itinerario para quien quiera igualmente solazarse entre castillos, flores de cardo y tartanes. También para quien no supiera como yo que el tweed no es (sólo) un tejido: es sobre todo ese río así bautizado que marca una sutil frontera insular entre el sur inglés y el norte escocés. De nada.
Deberá por lo tanto anotarse raudo que Escocia en sus bares se resume en lo antedicho, en lo previsto: larga vida al pub británico. En esta cuestión no se detectan grandes diferencias entre los hijos de Wallace y los de Agatha Christie. No busque el improbable lector en qué se distinguen los pubs que pueblan las calles de Londres de los que colonizan Glasgow o Edimburgo: decoración idéntica así en el exterior (profusión de florecillas, maderamen a colores) como en el interior, donde se aposenta según he comprobado la misma parroquia de borrachines, inconfundibles por sus carrilleras coloradas y la punta de la nariz asimismo encarnada, trasegando sin duelo una pinta tras otra, a un ritmo insuperable de acuerdo con mi pobre experiencia: veáse por ejemplo el local entronizado al mago Conan Doyle cerca de la Royal Mile edimburguesa. Cerveza casi siempre ale, por cierto, que conquista estos pagos escoceses con una contundencia para mí extraña: esa variedad no se encuentra entre mis favoritas. Así lo corroboré en la primera referencia que aquí incluyo, como señuelo para quien guste de visitar un día Glasgow y arrodillarse ante el genio eterno de su mejor hijo, el gran Mackintosh: Charles para los profanos. Esto es, el célebre diseñador, no el ordenador todavía más famoso, que algo sabía de bares: sus primeros trabajos incluían piezas de orfebrería como sus luego tan imitados salones de té, cuya visita se recomienda tanto como se sugiere a continuación refrescar el gaznate en la atractiva cervecería llamada Drygate. Una puerta que de seca en realidad no tiene nada. Y perdón por el chiste malo.
Por el contrario, una vez superado el patio exterior donde se arraciman en mesas en formato sidrería los adictos a la nicotina y a los perros, los hechiceros de esta casa derramarán su ingenio sobre nuestros paladares con cerveza bien fresquita. Recién alumbrada en los alambiques del fondo del enorme local, que pueden visitarse: un minitour que incluye degustación de su conciso pero proteico catálogo (media docena de referencias, alumbradas todas en su hermoso vientre), paseo por la tienda y la ingesta de… Ejem. Algunas especialidades de la muy mejorable cocina local. Así que es preferible atacar la jarra, solazarse en el memorable sabor de estas joyas tiradas ejemplarmente y proseguir viaje hasta la siguiente etapa: espera Inverness.
La (oficiosa) capital del norte escocés, otra gema de singular encanto, dispone por supuesto de su propia oferta en materia de barras, como es propio a un lugar convertido en hito inevitable de las rutas que surcan el vecino lago Ness. Hará bien el viajero, mientras aguarda la enésima reaparición del monstruo invisible, en recrearse en cualquiera de los establecimientos hosteleros que, compinchando su oferta turística con hoteles, bed and breakfast y casas de huéspedes, se alinean alrededor de su coqueto río y su orgulloso castillo. Tomando desde luego una pinta, puesto que los artistas locales acreditan reconocida pericia en el arte de servirla. Y también de fabricarla: es el caso de la franquicia llamada Black Isle, diseminada con cautelosa presencia por el resto de Escocia y aposentada en Church Street, la calle central de Inverness, desde donde proclama la buena nueva de la comida (y bebida) orgánica, que le lleva a despachar esta estupenda pinta (ale también), justo enfrente de otra muy sugerente barra. La del Hootananny, garito de divertido nombre, donde además del brebaje indígena se factura el plato nacional escocés (los haggis: aparta de mí ese plato) y la también muy autóctona tendencia a dotar de banda sonora a tragos y bocados. En efecto, hay música en directo. De regalo, te puedes tropezar con una medallista olímpica en los Juegos de Barcelona.
Pero esa es otra historia. La nuestra no para: prosigue este viaje en dirección a otro punto de recóndita belleza, medio oculto al final de una sinuosa cinta asfaltada, que adquiere la condición de camino rural cuando concluye su itinerario al pie de la tienda “donde todo empezó”. Así presenta la propaganda a esta diminuta casa en el bosque, empotrada en la discreta localidad de Lochcarron sin que apenas un humilde letrero avise al viajero de su existencia: ahí, en efecto, empezó a convertirse el tartán en el tejido que daría fama a toda Escocia, entre estas cuatro paredes que hoy defiende un par de encantadoras señoras a quienes la pregunta de dónde saciar la sed sin salir de su pueblito les desconcierta. Aunque responden muy a la británica, desbordantes de flema: “Siendo sinceras, no hay mucho donde elegir”. Pero acaban por apuntar hacia el hotel cercano, cuyo dueño parecerá igualmente desconcertado cuando vea detenerse ante su puerta a alguien preguntando si puede ser merecedor de cierta dosis de hospitalidad escocesa. Recuperado del susto, el caballero indicará una de las mesas situadas frente a los ventanales, desde donde casi se puede tocar el lago cercano: ayuda bastante que cada mesita dispone de su juego de prismáticos, gracias a los cuales se entretiene la espera de la comanda observando el inevitable arroyo que se precipita hacia el lago y el no menos inevitable pescador que, ajeno al mundo, prueba suerte en sus aguas y de paso obsequia al visitante con una foto de postal.
El hotel de Locharron garantiza lo que su dueño insinuaba: magra oferta, pero cabal. Es decir, cerveza servida con hábil donaire y un plato de salmón que acaba de saltar desde el lago hasta la mesa, óptimo de frescura. Cuya ingesta se adorna con el detenido estudio de los compañeros de mesa, dispuestos alrededor de la barra según la coreografía tantas veces ejecutada: grupo de parroquianos ensimismados, bebiendo en ensordecedor silencio, apenas interrumpido por algún comentario furtivo y por supuesto con los mofletes incendiados. Les acompaña un pacífico perro, uno más de la cuadrilla. Arrellanado en un sofá, amenaza con pedirse su propia pinta en cualquier momento. Y nos despide con la misma mirada mustia del resto de comensales, extrañados de tropezarse en este paraje tan agreste, alejado de las rutas convencionales, con viajeros ahítos de cerveza, salmón y tartán, a punto de reanudar la marcha.
Que nos llevará a profundizar hacia el alma de estos parajes de singular belleza, abrumadora casi siempre: sin apenas huella de la mano humana que todo lo tiende a afear. Kilómetros y kilómetros (perdón, millas y millas) de paisajes apenas alterados por el paso del tiempo, lo cual incluye algunos pueblos de inolvidable encanto en la ruta hacia Edimburgo. Es el caso de Dunkeld, en la región de Perthsire, tótem para los fans de Beatrix Potter, escritora de cuentos infantiles muy famosa en las islas que no me tiene sin embargo entre sus incondicionales; lo cual da bastante lo mismo para nuestro relato: su cuna, una delicia para los sentidos, se dota de una escenografía donde no falta ninguna de las referencias que han encumbrado el territorio interior de Gran Bretaña en nuestro imaginario. Posee por supuesto su río, su hermoso río Tay, así como una catedral de magnífica estampa y no falta ese delicado puentecillo que deposita al viajero en la calle central (Atholl St., no tiene pérdida) donde le aguardan para un tentempié las conmovedoras damas que defienden la pastelería local, Palmerston, donde hornean sus mullidas magdalenas (muffins, mis disculpas) o sus memorables pastelillos (también llamados cakes). Y donde, oh milagro, facturan un café genuino. No ese aguachirris tan popularizado por el país, que aconseja inclinarse por otras pócimas más propias de la cultura escocesa. Por ejemplo, la cerveza.
Sí, de nuevo la cerveza. Que aguarda en cualquier rincón de Edimburgo, pujante destino turístico, cuyo magnetismo dura todo el año pero se supera en agosto, cuando triunfa su reconocido festival de teatro. Obviaré por lo tanto lo que puede encontrarse consultando al vecino o surfeando por la Wikipedia. Ni me extenderé en relatar libaciones que están al alcance de todo quisque, aunque tampoco me permitiría excluir de estas andanzas escocesas un par de invitaciones. Una, a acodarse en el céntrico pub Hispaniola como hiciera tantas veces en vida el mentado RLS (quien tomó su nombre nada en vano para el velero de La Isla del Tesoro) y dos, dejarse caer por los inmemoriales pubs de Grassmarket, tan amenos, tanto los alojados a pie de calle como los aupados al siguiente nivel, aprovechando la cuesta que dibuja la calle principal del barrio, Victoria Street. Donde también se sirven las cervezas en su punto exacto pero donde (ay) los turistas formamos parte del decorado a costa de sustraer de nuestra observación a la parroquia indígena…
… Que sí que contribuye por lo contrario a dotar de color local el garito que quiero situar en primera posición de este recuento de barras a la escocesa. Lo he dejado para el final. Se aloja en la muy aconsejable St. Andrews, la Compostela de los amantes del golf. Un pueblito encantador, en perfecto estado de revista como todo el país entero, donde se asienta no sólo su inmarcesible campo de golf, santuario de Seve Ballesteros y otros ases del deporte, su majestuosa universidad y demás glorias que pueden rastrearse en cualquier guía de viajes. Mi experiencia por sus adoquinadas calles alcanzó esa especie de séptimo cielo que nos aguarda como devotos de la religión de los bares en su bar Criterion, cuya imagen preside estas líneas. Un pub de mullido confort, con los grifos de cerveza funcionando como la Sinfónica de Berlín, al mando de una pareja de Von Karajan que aseguran la clase de ambiente que convierte estos locales en el edén que buscamos lejos de casa. El paraíso debe ser esto. Suena Van Morrison por la leve megafonía, la cerveza está en su punto, el resto de la clientela se abandona a la cháchara venial y tras los cristales se contempla una bellísima porción de la tierra escocesa. Que sabe a cerveza y a güisqui. Y que te reconcilia con los placeres de la vida detenida.
P. D. Quien recorra Escocia, así sus principales ciudades como sus intrincadas poblaciones, observará la presencia discreta de los minibares como el que ilustra estas líneas, corroborará que acodarse en estas barras tiene algo de religión (hay bares incluso en iglesias consagradas al nuevo culto) y confirmará que no sólo de cerveza viven sus bares: también se rinde en ellos un tributo sincero a la gran bebida de la tierra. El güisqui, que fluye como fluyen los ríos escoceses. Sin sobresaltos ni sorpresas. Deslizándose con naturalidad por las empinadas pendientes que rinden pleitesía a sus feligreses, a quienes aguardan en los pubs de confianza y otras barras, amén de las tiendas donde se sirven previa degustación que incluye en efecto un sorbo servido a la escocesa: calculando mucho lo que se regala. Un contenido ejercicio similar al ejecutado en el gran santuario de la bebida del país: sus destilerías. Que surgen como hongos sobre todo al norte, esos hermosos destinos de recogimiento, situados al final de intransitables caminos en algunos casos, como una promesa de salvación eterna: eremitorios consagrados a este néctar que tanto contribuye a redimir nuestros pecados. O al menos a hacer más llevadero nuestro paso por este valle de lágrimas, dejando en nuestros paladares el reconocible aroma: el sabor a humo y río. El sabor a manantiales muy ricos en turba, a paisajes de ensueño de color púrpura y a un conmovedor sentido de reinmersión en la naturaleza. El güisqui sabe a Escocia.