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Jorge Alacid

Logroño en sus bares

Bares de San Agustín

Vista de la calle San Agustín. Foto de Justo Rodríguez

 

Mis primeros recuerdos de la calle San Agustín no tienen que ver con sus bares. Me viene mucho antes a la memoria la gigantesca tienda de ropa San Bernabé, en la esquina con Gallarza, donde mi madre me compró el siglo pasado un extraño abrigo verde de aire militar, siendo yo todavía un cadete. “Es el que visten los soldados del Ejército austriaco”, me explicó el vendedor ante mi arrebatada atención. “Los acaban de traer. Este es el primero que se lleva alguien”. Aquella prenda, que con el paso del tiempo me copiaron otros miembros de mi generación una vez adoptada como uniforme del pijo logroñés, convirtió a esa tienda, San Bernabé, en una referencia de mi atolondrada juventud con una altísima intensidad: cada vez que paso por su clausurada puerta, donde anuncian que un día de éstos se inaugurará un bar luego de distintas y fallidas reencarnaciones, vuelvo a tener pelusilla en el bigote y calzo pantalón corto. Y me resguardo del frío por supuesto como mi abrigo austriaco. El icónico loden de color verde.

En la misma calle, poco más allá de San Bernabé, se alojaba otro edén de mi primera infancia: la panadería Tudanca, que resiste ahora en Hermanos Moroy. Sus hermosas puertas de madera escondían un tesoro en forma de mullida miga y crujiente corteza que sigo también sin olvidar. Ocurría que la calle, antes que el espinazo de una ronda alternativa a los bares de la vecina Laurel en que se ha convertido, era en realidad como tantas otras del corazón de Logroño una arteria comercial. Donde cabía de todo: por ejemplo, otra panadería, Paraíso, que también sobrevive (y sin mudarse de sitio). Y un negocio tan fascinante como fascinante era el nombre de su propietario: Ursicino Espinosa, que parecía haber sido bautizado como un personaje de Galdós pero que se dedicaba a menesteres tan de la época como la compraventa de pacharanes (endrinas para el vulgo) para su fabricación casera y artesanal. Era una asombrosa tienda de bebidas, con una rebotica tan profunda (imagino que daba a Laurel) que el mago Espinosa tardaba a veces una eternidad en regresar al mostrador con cada encargo, como si volviera de una excursión por el centro de la Tierra. Hoy, en ese magro espacio también se anuncia la apertura de un bar.

Porque la calle entera ya es una sucesión de barras, que han desalojado toda posibilidad de emprender cualquier otro negocio con una contundencia severísima. Sólo resiste el Paraíso, con su jugosa oferta de panes y bollos. El resto de locales, salvedad hecha del Museo de La Rioja (que, por cierto, podría abrir su propio bar con terraza en el hermoso jardín lleno de gatos: yo me apunto), milita en el gremio hostelero. Lo cual no era antaño la norma, en aquel tiempo que relataba unos párrafos arriba. Andando los años, sólo conservo el recuerdo de un bar que conquistara mi interés: el difunto Florida. Con sus inolvidables ajos en vinagre, gloria de la cocina logroñesa. Y su incalificable dueño, al que recuerdo con alta estima. Algo más arriba se aposentó mediados los 80 El Soldado de Tudelilla, luego de su mudanza desde la Laurel (donde me sedujo de chaval con sus platillos de olivas con anchoas) y casi que pare usted de contar. El Carabanchel, Las Cubanas, el Zubillaga… Poco más en materia de bares: los recién citados eran más bien restaurantes.

Nada que ver por lo tanto con su actual fisonomía. La calle integra de facto en eso que el feligrés llama Laurel, la calle castiza que sí se dedicaba con mayor vocación desde antiguo al negocio de los bares. Y porque un sencillo paseo por Albornoz o la Travesía sirve para prolongar las rondas de una calle a otra, a su respectiva perpendicular, integrando de esa manera un circuito que incluye a la vecina Gallarza. A todo eso dédalo de calles le llamamos la Laurel, aunque San Agustín está dotada de su propia personalidad. Sus bares son más o menos recientes y en consecuencia más acomodados a los nuevos gustos de la clientela, lo cual se observa en su decidida tendencia hacia ese tipo de barras bien provistas de bocados en formato tapa. Una religión que por Laurel tardó algo más en implantarse.

Porque, aunque no lo parezca, la transformación de San Agustín en casi otra Laurel cristalizó según mi recuento hará tan solo una década. En apenas diez años, la calle cambió. De entonces más o menos surge ese movimiento que inauguró La Anjana y siguieron poco después otras referencias. Incluso el Carabanchel, que en aquella lejana mocedad que comentaba era antes casa de comidas que bar, dispone hoy de su propia barra. Con la que cuenta asimismo la vecina tienda de quesos que abrió el gran Abadía: dos bares que no lo eran en origen pero que acabaron siéndolo. Dos muescas más en este rosario que nos llevaría hasta la jurisdicción del veterano Soldado de Tudelilla luego de atravesar las siguientes entradas, que hará bien en anotar el improbable lector, entrando por Gallarza: a la izquierda, el Bonsai (que, por cierto, acaba de cerrar: espero que sea momentánemente), El Rincón de Alberto, De Perdidos al Río (con su coqueta terraza enfrente), La Canilla, La Abuela Encarna, La Méngula, Ebisu, Las Cubanas, La Casita (esquina a la Travesía de Laurel), El Soldado, Ríos, La Mejillonera, Divina Croqueta y El Colmado de los Artistas. Y volviendo sobre nuestros pasos, vista a la derecha: además de la mencionada quesería de Abadía, La Barrica, El Mexicano (con Florida de subtítulo: precioso guiño), La Chatilla, Tal Cual, la mencionada Anjana, Los Rotos, La Taberna de Correo, La Taberna de Baco y La Gota de Vino.

A ellas se anuncia la inminente compañía de otros dos bares ya mencionados (donde San Bernabé y donde Ursicino) y otro más lindando con los dominios de Manolo, ahora que se avecina su jubilación: en la difunta tienda de comestibles de Ascacíbar, situada en ese último tramo, el más próximo a Once de Junio. Que es donde de hecho reside el gran mérito (uno de ellos) de El Soldado de Tudelilla, que deberemos reconocerle ahora que entona el adiós: haber acostumbrado a los potenciales clientes de la calle Laurel a ingresar en sus dominios entrando por ese angosto pasadizo, el tramo superior de San Agustín, y no por Gallarza como era costumbre. Corría 1987 y San Agustín, la querida calle que albergó a tantos emblemas de mi adolescencia, empezaba a convertirse en otra cosa. No sería ya el territorio para explorar con mi abriguito austriaco el delicioso pan sobado de Tudanca ni la manera furtiva de penetrar por la puerta de atrás en la supertienda llamada Ideal. Sería la prolongación natural de la calle Laurel aunque, ojo, con una identidad singular y reconocible. De tal manera que San Agustín es hoy para quien esto escribe una y varias calles a la vez: la que fue, la que es y la que será.

Alguna ventaja tenía que tener eso de cumplir años.

P. D. Toda investigación alrededor de los bares de la calle San Agustín que se precie deberá incluir por supuesto los alojados en la plaza del mismo nombre. Esas exitosas terrazas donde tan raro resulta a menudo encontrar sitio, así en verano como en invierno. Yo admiro profundamente a sus parroquianos, puesto que han decidido ignorar las enojosas vistas al espantoso aspecto que presenta el edificio de Correos, protegido por un haz de vallas que convierten el tránsito por sus cercanías en un paseo por el horror, un monumento al incivismo y a la fealdad. Qué suerte la de quienes se acomodan en los veladores del Fax y le dan la espalda a tanta incuria. Yo, de momento, prefiero esperar: esperar a ver si se levanta por fin el ansiado hotel y se dota de la terraza con vistas al ombligo de Logroño que me han prometido. Lo creeré cuando lo vea.

Un recorrido por las barras de la capital de La Rioja

Sobre el autor

Jorge Alacid López (Logroño, 1962) es periodista y autor de los blogs 'Logroño en sus bares' y 'Línea de puntos' en la web de Diario LA RIOJA, donde ocupa el cargo de coordinador de Ediciones. Doctor en Periodismo por la UPV.


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