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Jorge Alacid

Logroño en sus bares

Los bares malditos

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Como es bien sabido, ser supersticioso da mala suerte, así que nadie debería caer en ese error funesto. Un principio que vale por supuesto para el mundo de los bares. Cuando abre sus puertas un nuevo negocio, su inauguración consagra una cadena de azares dichosos: alguien tuvo esa idea y ha logrado al fin materializarla. Enhorabuena. Así que nada debería interponerse entre esa felicidad que entonces le desborda y la siguiente etapa del camino: tener éxito. Hacerse con una clientela adicta y fiel, que valore su oferta de tragos y bocados, acreditar agilidad y eficacia en el servicio, asegurar la higiene y la limpieza adecuadas y garantizar el resto de arsenal propio de todo bar que aspire a triunfar. Pero además tiene que tener aquello que Napoleón le pedía a sus generales: que tuvieran suerte. Un yo qué sé. Un qué sé yo. Un intangible. Porque la diosa Fortuna es caprichosa y derrama sus dones donde quiere.

¿Donde quiere? Me corrijo a mí mismo. En materia de bares, al menos, la suerte suele alumbrar a los campeones. A quienes quieren de verdad ver cómo cristalizan sus sueños. A quienes meten todas las horas del mundo, se llevan el negocio a casa dentro de la cabeza y ponen el escáner personal a funcionar cada mañana para detectar imperfecciones o calibrar en qué les mejora la competencia. Quienes atienden gentiles las sugerencias de los parroquianos, solucionan ágiles los contratiempos que surgen y procuran no apartarse de su propósito inicial, adaptándolo a la realidad cuando sea necesario. Persistencia y flexibilidad. Unas consignas que valen para todo proyecto (y me aplico el cuento). Pero que necesitan de lo antedicho: suerte. Porque se puede hacer muy bien las cosas y fracasar, la palabra maldita. La que habrá tenido que pronunciar para sus adentros más de un amigo hostelero.

Paso a menudo por un bar cercano a esta casa que me acoge con tanta paciencia y veo reencarnarse en variados proyectos sus puertas una y otra vez en apenas unos meses. Siempre, sin éxito. Otras ideas, otros tripulación, otras cabezas en el puente de mando… Pero nada. Nada que hacer. Ahora vuelve a estar cerrado, como si estuviera en efecto maldito. Se necesita a alguien con mucho arrojo para apartar de sí esta infausta etiqueta y me temo que no está el patio para semejantes alardes. Es una zona hostelera de cierto éxito, el local hace esquina (esquina muy transitada) y en apariencia nada le debería impedir triunfar alguna vez. Pero lo dicho: me temo que si algún alma intrépida anda cavilando abrir por ese barrio un bar antes pensará en cualquier otro sitio que en esta bajera. Porque parece gafada.

¿Qué habrá fallado? Me hago la pregunta ante sus puertas clausuradas de vez en cuando y concluyo que era fácil intuir que los promotores de tales proyectos viajaban en la dirección equivocada. Ninguno supo dotar a su bar de lo que realmente necesita: espíritu. Un sello distintivo, empezando por la decoración, aberrante una y otra vez hasta coquetear con el puro espanto. O una identidad personal, algo que los hiciera diferentes respecto a la competencia. Ese intangible que animara al cliente potencial a detenerse, ingresar en su interior y pedirse una consumición. Uno observaba cada uno de esos últimos proyectos intentando abrirse paso y veía lo que tantas veces ve en tantas circunstancias: que sus ideólogos no sabían ni qué era lo que querían poner en marcha. Que abrían un bar por abrirlo. Como podían haber inaugurado cualquier otro negocio.

Que es donde quería ir a parar. Un bar: parece sencillo de gestionar pero resulta que no lo es tanto. Me asombra de hecho lo contrario: convertirme en espectador de esos bares cuya dirigencia los gobierna con mucha clase, con estilo sutil y delicado. Me encanta ver a sus responsables moverse como bailarines que ejecutaran una elegante coreografía organizada para su clientela. Esos momentos en que todo fluye. Pides tu servicio y al minuto lo tienes, lo consumes y te retiran el vaso y la vajilla con la misma presteza, te cobran sin abandonar el resto de ocupaciones, atentos los camareros a quién entra y quién sale, sabedores de que te van a servir lo que quieres aunque tú mismo lo ignores. Bares gobernados sin demasiado estrépito, vestidos siempre de domingo porque sus dueños acertaron con la decoración, no ahorraron recursos (empezando por su ingenio) en adecuarlo a los potenciales gustos de su potencial clientela y supieron además dotar al conjunto de lo antedicho: una personalidad propia. La que sea, pero acusada. Esos bares suelen estar bendecidos desde que ven la luz. Luego toca esforzarse, claro, para no salirse de la línea marcada y toca también adaptarse a la evolución de los tiempos. Mandamientos que exigen dedicación y atención a los detalles. Y perseverar, la palabra clave. De lo contrario, ya conocen su destino: convertirse en malditos. La antesala del cierre.

P. D. Uno no termina de acostumbrarse al doloroso día en que un bar despide su clientela a la francesa. Ya sé que lo habitual entre Logroño en sus bares es lo contrario: que se abran más de los que cierran. Y aquí hemos anotado esas gozosas aperturas o reapariciones que llenan de bendiciones nuestros pasos como parroquianos de todos ellos. Pero ocurre con los bares logroñeses lo mismo que el paisano Rafael Azcona anotaba sobre los seres humanos: que de repente se muere gente que nunca se había muerto. Otro tanto respecto a los bares: se cierran establecimientos icónicos, muy arraigados en el imaginario logroñés. Bares bendecidos por sus feligreses dicen adiós. Lo nunca visto, la desconcatenación de los exorcismos, el apocalipsis… Será que me contamina el fúnebre espíritu del Día de Difuntos, pero llevo unos días preocupado: a veces, veo bares. Bares malditos.

Un recorrido por las barras de la capital de La Rioja

Sobre el autor

Jorge Alacid López (Logroño, 1962) es periodista y autor de los blogs 'Logroño en sus bares' y 'Línea de puntos' en la web de Diario LA RIOJA, donde ocupa el cargo de coordinador de Ediciones. Doctor en Periodismo por la UPV.


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