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Jorge Alacid

Logroño en sus bares

Los bares esclavos

Aspecto de la calle Laurel, una mañana de día laborable. Foto de Justo Rodríguez

 

Hace un par de glaciaciones, tenía sentido (todavía) la letra de aquel himno que entonaron Carmen, Jesús e Iñaki, en uno de sus temas más celebrados: ‘De lunes a sábado’. La canción relataba la rutina propia de aquellos años, finales de los 70. Cuando la calle Laurel y sus bares representaban el único pasatiempo posible para unas cuantas generaciones de logroñeses, que se hermanaban en la ruta conspicua de sus bares favoritos como monoentretenimiento y concesión a su ocio, salvados fueran el fútbol y los toros. De lunes a sábado, en efecto, una tropa deambulaba por la calle Laurel y alrededores. También los domingos, pero la rima se complicaba: “A producir Manuel”. Que sí que rima con Laurel.

¿Qué se encontraba un asiduo a la famosa calle en sus correrías? Poca cosa. Bares. Bares y más bares. Casi todos bajo un formato único. El vinazo de los carreteros (nada de la apabullante oferta actual en Riojas y otras ambrosías), servido en vaso por supuesto y unas barras vacías casi siempre, desnudas de pinchos y tapas. Como mucho, alguna cazuela, las raciones de tortilla, los ajos del Florida. Los champis del Soriano, las anchoas del Blanco y Negro, las orejitas del Perchas. Mostradores de granito macizo, pasamanos de latón, una parroquia ensimismada, alguien cantando una jota, pocos o ningún aparato de televisión. Y la familia propietaria defendiendo la barra. Allí estaban todos, padres e hijos. Anclados al negocio como si fuera (casi) una maldición. Lo cual garantizaba, por otro lado, que todo el ambiente respirase ese mismo aire familiar: los clientes parecíamos miembros de la parentela. Y la verdad: uno les cogía cariño. Sebas, Juanito, Julián… 

Junto a los progenitores, que se repartían el trabajo según usos ya desparecidos (ella en la cocina, él en la barra), a menudo aparecían por el bar sus hijos. La prole correteaba entre los clientes, que se encariñaban con ellos y los veían crecer, hasta el punto de que pasado el tiempo también se ponían a echar una mano. De lunes a sábado. Porque había algún bar, no todos, que cerraba el domingo por descanso semanal y en ese detalle se vislumbraba lo bien que sonaba para esa bendita familia la máquina registradora. Pero en general eran negocios esclavos, muy esclavos. Que obligaban a madrugar, retenían a la familia que los regentaba durante todo el día (comían y cenaban allí incluso: algún chiguito hasta hacía los deberes muy formalito en las sillas del local) y sólo les daban un respiro avanzada la noche. Hacia las diez, más o menos, toda la función había acabado. Laurel cerraba sus puertas. Hasta el día siguiente, de lunes a sábado, en efecto.

Un panorama que ha ido cambiando aceleradamente ante nuestros atónitos ojos. Observo que cualquier día entre semana casi son mayoría los bares que cierran por la calle Laurel que los que permanecen abiertos. El resultado es una calle tristona, sin brío. Que sólo se alegra con la ingesta de tragos y bocados en aquellos que mantienen la buena costumbre de dar de comer al hambriento y de beber al sediento. Pero hay algún tramo casi a oscuras, esperando que llegue el dichoso fin de semana: si el trío que entonaba aquello de ‘La Rioja existe’ volviera hoy al estudio de grabación, debería revisar su cancionero. Aquello de ‘De lunes a sábado’ ha pasado a la historia. Para pasmo de indígenas y forasteros.

Lo cual es sin embargo entendible. Los nuevos tiempos no están para esclavitudes modernas. El empresario aguza su instinto, analiza el excel nuestro de cada día y concluye que le sale más rentable abrir unos cuantos días a la semana (no todos) antes que mantenerse amarrado a la barra cuando apenas hay público ahí fuera. Ocurre que también los hábitos de consumo han cambiado y el viejo chiquitero de toda la vida se encuentra en vías de desaparición. Otros pasatiempos llaman la atención de las quintas más jóvenes y una cosa lleva a la otra: los bares no abren porque no hay clientela potencial. Y la clientela potencial no va de bares porque los encuentra cerrados. Una invernal mañana de martes en la calle Laurel lo atestigua: se puede escuchar el eco de las pisadas propias.

No sólo en Laurel. Acercarse ahora mismo a ciertos bares exige preguntar antes si están abiertos. Lo usual es que te respondan que sí: aunque sólo de jueves a domingo. O algo por el estilo. No es rara incluso una tendencia que detecto cómo va ganando adeptos: el dueño del negocio calcula con cuántos comensales tiene suficiente para extraer beneficio diario a su esfuerzo y cuando llega a ese tope, baja la persiana. Así, un día tras otro. De lunes a sábado también. Un perfecto y legítimo derecho que cumplen soberanamente en seguir con puntualidad ferroviaria quienes así hayan decidido aplicar semejante estrategia. Lo cual no evita un par de reflexiones, nacidas seguramente de la nostalgia. Que aquellos días de la calle Laurel abierta a todas horas (ay) no volverán. Y que la esclavitud se abolió hace algún siglo, pero (otro ay) uno no deja de derramar una imaginaria lágrima por los tiempos en que sabía que podía poner el pie en uno de sus bares favoritos a cualquier hora del día y lo encontraría abiertos. De lunes a sábado. Incluyendo algún domingo.

P.D. Hablando de domingos: pocos placeres más deliciosos para un habitual de la calle Laurel que recuperar el viejo rito del aperitivo dominical al amor de sus baldosas, aprovechando que las multitudes propias del trasiego nocturno de cada sábado se disuelven llegada la mañana. Cierto que algunos bares cierran ese día pero también es verdad que otros abren sus puertas para una parroquia menor en número, que convierte ese paseo de bar en bar en un tránsito muy atractivo. Se puede hilar la hebra sin tanto bullicio, uno logra ingresar sin esfuerzos en cada barra, se hace con un hueco prescindiendo del codazo cómplice contra el feligrés amigo y saborea en pequeños sorbos el privilegio de ver pasar la vida mientras ataca un trago fetén y un bocado memorable. Por las mañanas. De lunes a sábado, también los domingos.

Un recorrido por las barras de la capital de La Rioja

Sobre el autor

Jorge Alacid López (Logroño, 1962) es periodista y autor de los blogs 'Logroño en sus bares' y 'Línea de puntos' en la web de Diario LA RIOJA, donde ocupa el cargo de coordinador de Ediciones. Doctor en Periodismo por la UPV.


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