Conversación al sol del mediodía en una terraza del centro de Logroño. Se acerca gentil el dueño del bar, saluda y pega la hebra: no, no puede quejarse. Tiene el bar y su terraza desbordantes de público. Gran noticia, para variar. Alega el caballero que el calorcito de este invierno primaveral recién difunto, y la propia primavera en sí, animan al potencial parroquiano a dejarse caer por su establecimiento y sentarse al aire libre. “Menudo invierno hemos hecho”, se confiesa. Aunque a continuación se apiada de las próximas generaciones, víctimas del desastre que llaman cambio climático. Una calamidad que se ha instalado entre nosotros y depara males sin fin, pero también un beneficio a corto plazo para algunos sectores como el hostelero. Que lo agradece sobre todo en Logroño, cuando le pilla este sol del invierno en pleno debate a cuenta de la ordenanza que debería velar por congraciar al empresariado con sus clientes y con quienes transitamos por las calles que también son nuestras y caminamos en zigzag por unas cuantas de ellas para evitar sillas y mesas, desplegadas demasiadas veces en plan invasivo. El llorado Paquito Fernández Ochoa (perdón por el ejemplo camp) se sometía a un eslalon parecido cuando aún esquiaba.
Abandono la terraza y prosigo el paseo. Me detengo para mi propia y frecuente admiración ante las terrazas desplegadas por la plaza de San Agustín, donde asegura nuestro querido Ayuntamiento que cualquier siglo de éstos empezarán las obras de reforma del edificio de Correos y por lo tanto, en previsión de que los gremios que acometan la rehabilitación deban entrar y salir de tan castizo espacio, se anuncia una ordenación más contenida de las mentadas terrazas. Digo que me maravillo porque el cerramiento de que hacen gala estos veladores cubiertos por un entoldado que parece haber sido instalado por quien esto firma siempre me ha parecido mejorable y me invita a quitarme el sombrero ante la clientela que, a despecho del feísmo imperante a su alrededor, con ese aberrante andamiaje que rodea el edificio vecino, se abandona al placer de la tertulia regada por el trago de rigor y se aísla de tal manera que no ve lo que otros vemos: que ese rincón de Logroño, tan coqueto, merecería un trato mejor.
Prosigo el paseo y mis cavilaciones. Me someto a la feliz terapia que procuran las buenas gentes del Asterisco en su nuevo emplazamiento de Portales. Un bar ejemplar porque maneja a la perfección unas cuantas suertes de su oficio: el servicio del café, que aquí se ejecuta como en los buenos tiempos. El amigo Óscar, mientras hace magia en la cafetera, se extiende en explicar sus planes para los próximos meses y apunta hacia la terraza, para suministrar una información que deja a sus interlocutores noqueados: resulta que el buen hombre pretende instalar sus veladores, por supuesto, aprovechando que se trata de una calle capital para Logroño (servidor allí nació, sin ir más lejos que su portal número 20), propicia para el tránsito de indígenas y forasteros. Pero atención, que aquí viene la sorpresa: aunque puede ocupar un espacio bastante amplio, se inclina por dotarse de una superficie más breve. “Quiero que los clientes estén a gusto, que haya sitio entre ellos, no meterlos apretujados casi uno encima de otro”, advierte Óscar.
Milagro, milagro. Porque no es tan corriente una política semejante en materia de veladores por Logroño, donde tiende a imperar la ley de la selva. La ciudadanía suele culpar del abominable aspecto que presentan calles y plazas enteras al de siempre: al Ayuntamiento. Pero yo, que también le atribuyo su responsabilidad al concejal de guardia, pienso que de muchos de nuestros pecados sólo nosotros somos culpables. Ese empresario demasiado avaricioso, que a diferencia de lo que anuncian en el Asterisco, acaba colonizando el espacio al que tiene derecho y ocupa también, disimulando, el que pertenece al ciudadano. Ese tipo de cliente poco exigente, yo mismo tantas veces: que te sientas allí donde te plazca, sobre la marcha, sin pensarlo mucho. Allá penas si estás cómodo o incómodo o si piensas, como yo mismo tantas veces, que es una lástima que la terraza elegida no se despliegue con un mayor rigor y sentido del urbanismo, con asientos más confortables. Porque uno concluye que el Ayuntamiento no puede colocar un inspector detrás de cada uno de sus administradores, para asegurarse de que no escupan en la calle, no vacíen el cenicero del coche en el aparcamiento ni tiren las cáscaras de pipas a la acera. O que las terrazas cumplan la normativa. Prefiero pensar en el buen juicio de los dueños de los bares, que tantas veces me traiciona. Como me traiciono yo a mí mismo y también me acabo absolviendo: el veneno de los bares, y de las terrazas, desafía mi buen juicio o lo que quede de él.
Dicho lo cual, finalizo mi caminata pensando que la ordenanza de terrazas representa una oportunidad perdida. Asegura el edil del ramo que se trata de un documento fruto de arduos trabajos y negociaciones y seguro que es cierto. Pero sospecho que de antemano estamos todos condenados a que la ordenanza no satisfaga a nadie porque está elaborada (ay) en tiempo de vísperas electorales (y cuál no lo es), de manera que se elude pisar algún callo a los suspicaces de siempre. El ciudadano se ha convertido antes que nada en consumidor y se necesita engrasar el engranaje de su confianza cada día, lo cual tiene su triste lógica y un par de conclusiones: que seguiremos viendo las terrazas poblando zonas de Logroño que deberían haber merecido un tratamiento más distinguido y que vivimos una época harto curiosa, la del efecto mariposa: se desintegran los glaciares allá en los polos, se mueren de sed las ovejas australianas, el invierno se parece a la primavera y hasta el cambio climático sale al rescate de los bares de Logroño. Bendito sea Mariano Medina.
P. D. Un paseo por las terrazas de Logroño debería incluir siempre una referencia a una de ellas ya desaparecida: la terraza de La Rosaleda, que tanto hizo por nuestra educación sentimental en mi más tierna infancia (primera glaciación). Ver hoy el horrendo adefesio que sustituyó al querido caserón, donde se proveía de periódicos y revistas media ciudad (la otra, en Paracuellos; también en El Gordito) completamente vacío mientras a su alrededor bulle la competencia privada (esta terraza es competencia municipal) me deja asombrado. Que no haya un valiente que puje por ese espacio y revitalice nada menos que El Espolón me lleva a concluir si no serán las exigencias municipales o algún endiablado pliego de condiciones los culpables de que la clientela pueble sus veladores hoy difuntos, mientras la grey infantil juguetea por las ranitas. También como en mi más tierna infancia.