>

Blogs

Jorge Alacid

Logroño en sus bares

Los disponibles

Se alquila bar en Capitán Cortés

 

Seguro que el improbable aunque perspicaz lector lo habrá notado. Un huracán, un terromoto, un tsunami recorre el comercio logroñés. Viejos y queridos establecimientos de toda la vida, que contribuyeron a forjar nuestra educación sentimental, desaparecen. O agonizan. Sometidos por el imperio de la globalización que implanta nuevos usos en materia de consumo, los venerables comercios de siempre sucumben y enarbolan la bandera blanca, dejando huérfanos a quienes tan bien los quisimos y abandonado igualmente el corazón de la ciudad. Hay manzanas enteras que parecen un cementerio de tiendas, locales vacíos, plantas bajas adornadas por el mortal letrero (el crudo ‘Se traspasa’ o el más melancólico ‘Disponible’ ), bajeras donde sólo habita ya el olvido. De tan abundantes, son ya invisibles. Te acuerdas de su existencia cuando (milagro, milagro) observas que un nuevo negocio florece a la vista. Hay obras en curso, trajín de profesionales de los distintos gremios, una nueva rotulación esperando a que abra la tienda sus puertas, insinuando un prometedor mañana… Y te alegras, claro que te alegras. Aunque nada ni nadie sustituya en tu memoria al comercio que fue en su día: Nada ni nadie podrá evitar que cuando cruces por cierta esquina del centro de Logroño pienses que te saludará de nuevo el querido Morgabín.

Observará ese mismo improbable lector que este vendaval de cambios que metamorfosea el ombligo de Logroño alcanza también a un subsector del ramo comercial: el hostelero. Desaparecen algunos bares muy amados, no sólo entre nosotros. Vengo teniendo noticia de otras defunciones en ciudades próximas y lejanas, siguiendo casi siempre la misma pauta. A saber. Bares castizos, que formaban parte del imaginario local, defendidos por la familia propietaria durante algunas generaciones, que no encuentran en la hora de la jubilación a quién entregar el relevo. Las nuevas hornadas huyen espantadas siempre que pueden (o siempre que tengan otra alternativa) de perseverar en el negocio que alimentó a su parentela durante décadas. Y los camareros de confianza, que tanto ayudaron en el mismo menester y casi eran una prolongación de la familia propietaria, arrojan también el mandil y abandonan. Renuncian a hacerse cargo del traspaso y contribuyen a que las puertas de este bar, aquel chigre o la taberna de más allá deserten de sus parroquianos y dejen a la ciudad donde se alojan sin una de sus referencias. Iconos difuntos así en Logroño como en Madrid, Gijón o Zaragoza.

El Palentino madrileño, por ejemplo, que acaba de reabrir con una nueva dirección que sólo ha recogido feroces críticas por el éter, representa un caso muy generalizable para entender de qué estamos hablando. Un local de siempre, que permanece anclado a su fisonomía allá penas cuáles sean las modas imperantes en el sector hostelero y aporta su propia cuota de encanto al barrio donde anida, clausura su actividad y activa la memoria ciudadana con ese punto de nostalgia que adorna nuestros recuerdos para intentar (sin éxito) olvidar lo esencial: que envejecemos. Y que pensamos que todo pasado fue… Etcétera. A mí me ocurre cada vez que cruzo por La Granja de la calle Sagasta, recién concluida sin éxito su última reinvención. Y compruebo que a otros colegas de quinta les sucede algo semejante con sus propias referencias en materia de bares. Repito: no sólo en Logroño.

Porque este mal de muchos se ha convertido en una epidemia siguiendo una pauta que hunde sus raíces en el modelo económico implantado entre nosotros, el llamado capitalismo. Se renuevan al alza los alquileres, coincidiendo con que los dueños del bar hacen ya frontera con la edad de jubilarse, el propietario del local piensa que merece una derrama mensual más generosa y el resultado es que se cierra el negocio y nadie toma el testigo. Hay excepciones, por supuesto, de las que hemos dado aquí cumplida noticia y que tanto alegran nuestro corazón tan logroñés. Pero son eso: salvedades. Si nadie lo remedia, unos cuantos bares de ese Logroño de toda la vida se disponen a entonar el adiós. Prefiero evitar nombres por si acaso algún guiño mágico del destino trae buenas noticias uno de estos días. Pero todo apunta a que perderemos con su despedida ese tipo de símbolos ciudadanos, símbolos del Logroño que se va.

Porque ocurre con frecuencia que en su éxito han encontrado algunos de los locales de semejante estirpe una suerte de maldición. Están tan asociados a una manera muy concreta de ejercer su oficio que cuesta imaginarnos ingresar en su jurisdicción cuando se jubilen quienes hoy atisban el final de su vida laboral que nadie se anima a tomar el relevo. Pienso por citar el ejemplo anterior en La Granja. Todavía hoy fantaseo con que voy a entrar por su elegante puerta acristalada, acodarme en su hermosa barra de sinuosas curvas y tropezarme con el camarero Santos ofreciéndome una tostada mientras Dámaso al fondo dirige la infantería de camareros desde el puente de mando de la majestuosa cafetera como si fuera el Lord del Almirantazgo. En realidad, lo que pienso ya lo sé: que peino alguna cana y espero encontrar en estos recuerdos una especie de regreso a la infancia. Milagro que no ocurrirá. Al revés, deberé resignarme a contemplar cómo se viene abajo la ciudad que fue, la ciudad de mi adolescencia. Y aceptar que algunos bares se disponen a convertirse en polvo. Memoria que sólo recordarán quienes piensen que en ellos se alojó una memorable parte de su vida y hoy derraman una imaginaria lágrima cuando el lugar que ocuparon se vea reemplazado por el letrero maldito: ‘Se traspasa’. O ‘disponible’.

 

Alfonso y Elena, en su Mesón de la calle Villegas. Foto de Justo Rodríguez

 

P. D. Hago una excepción en mi promesa de no dar nombres porque me lo pide el cuerpo. Cierra (ay) el Alfonso de la calle Villegas, ejemplar establecimiento por tantas y variadas razones que resumo apresuradamente antes de acercarme a su barra y decir adiós en persona. La primera se basa en el sentido antiguo, en la honda profesionalidad con que el mentado Alfonso (y Elena en los fogones) ejercen su oficio. Frente a tanto camarero para quienes sus clientes son invisibles, ese milagro que cada día se ejecuta en demasiadas barras, Alfonso está por el contrario dotado de un radar según el cual nada más entrar por su puerta ya sabe que estás ahí, esperando, y ya sabe además lo que vas a pedir. Sin confianzas que no vienen a cuento, te trata como si fueras lo que antes era todo cliente para sus bares de confianza. Un príncipe. Y segunda razón. Su estupenda barra, desbordante de riquísimas golosinas entre las cuales tendré que mencionar con mucho gusto mi favorita. Sus morros, perfectos de punto y de sabor. A quienes ya empiezo también a añorar, sabiendo lo que sabemos todos: que esa receta sí que no se traspasa. Se marcha con Alfonso y Elena a ese territorio arriba citado. Nuestra memoria.

Un recorrido por las barras de la capital de La Rioja

Sobre el autor

Jorge Alacid López (Logroño, 1962) es periodista y autor de los blogs 'Logroño en sus bares' y 'Línea de puntos' en la web de Diario LA RIOJA, donde ocupa el cargo de coordinador de Ediciones. Doctor en Periodismo por la UPV.


abril 2019
MTWTFSS
1234567
891011121314
15161718192021
22232425262728
2930