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Jorge Alacid

Logroño en sus bares

Hojas de reclamaciones

Hojas de reclamaciones en un bar

 

Tropecé hace un tiempo vagando por el éter con un grupo creado en la célebre red social que no citaré (pero a la cual acudo con frecuencia: ah, el ser humano y sus contradicciones) denominado Soy camarero. Es un punto de encuentro muy interesante. Y divertido. Te deja pensativo. Sus creadores lo alimentan a partir de experiencias propias o compartidas con otros profesionales de este sacrosanto oficio: el de dar de beber al sediento y de comer al hambriento. También dan conversación. Alguno hasta cuenta chistes. Alguno hasta tiene gracia. El caso es que estos camareros, organizados alrededor de sus propias cavilaciones, suelen disparar contra esas costumbres que nos distinguen a nosotros, los clientes. Que les deparan alguna jaqueca o incluso ganas de arrojar el delantal y abandonar el oficio cuando algunos desplantes se repiten demasiado o alcanzan niveles ofensivos. Uno se reconoce en alguna de esas manías y procura evitarlas, aunque claro: no siempre te sale del cuerpo. De manera que pido perdón si alguna vez he pecado contra ellos, nuestros camareros. Aunque creo que se podría oponer a partir de nuestras propias reflexiones con un grupo semejante, bautizado como ‘Soy cliente’. Pero haya paz: soy firme partidario de la convivencia a uno y otro lado de la barra. Y aparto de mí cualquier tentación a meterle el dedo en el ojo a los miembros de ese benemérito sector, que tanto ha hecho por mi educación sentimental. Que vivan los camareros. Y las camareras.

Pero es que ocurre además que hace tiempo decidí prescindir de este tipo de discusiones. Quién lleva razón cuando se produce algún choque de trenes entre unos y otros. Así que me limito a aplicar mi propia hoja de reclamaciones a aquellos bares, o aquellos camareros, que me distingan con un mal servicio. No vuelvo a pisarlos… salvo alguna vez en que recaigo. Soy condescendiente. Y débil. Y sí: confieso que alguna vez he vuelto sobre mis pasos, abjurando de viejas promesas, porque mi adicción a ciertas barras roza lo enfermizo. Y claudico, claro. Pero cuando esa devoción hacia los bares favoritos, los más cercanos a mi corazón, no concurre en otros casos, desisto de protestar. Mejor dicho. Protesto, pero sólo una vez y en voz que procuro que suene cortés y educada, si me juzgo víctima de una mala praxis en la confianza que deposito en las queridas barras logroñesas. Con efectos dispares. Hay camareros que se obcecan, o que directamente me castigan con su indiferencia, y entonces aplico el método antedicho: hasta luego. Hasta más ver. Que suele ser hasta nunca, porque no vuelvo a entrar en ese bar. Lo cual suele ocurrir no tanto porque la comanda llegue en condiciones mejorables (ya digo que tiendo a la comprensión: trabajar en un periódico diario te lleva a ser indulgente con los fallos ajenos), sino porque el personal se comporta de modo grosero. O así lo juzgo yo.

Ya digo que en ocasiones levanto mi veto a algunos bares. O mejor dicho: soy consciente de que se lo acabaré levantando en cuanto se lo impongo. Pero en algunos casos ocurre lo contrario: me vengo arriba cuando cruzo ante determinadas puertas y compruebo que he sido capaz de mantenerme en mis trece, lejos de esos bares. No ocurre en demasiados casos. Comprendo lo complicado de este oficio y tengo en cuenta lo pesados, y hasta insoportables, que nos volvemos cuando nos convertimos en parroquianos. Pero también espero de la otra parte de la barra un trato semejante y pongo dos casos recientes: en un bar del centro de Logroño se olvidaron de mi existencia (suele suceder: ese momento en que te conviertes en invisible) durante unos largos, larguísimos minutos. Media hora (repito: media hora) esperando a que se acordaran de mí. Cuando por fin se obró el milagro, la camarera se disculpó con elegancia: me sirvió una ronda por cuenta de la casa. Ahí me ganó para su causa… hasta que hace unos días volví y me encontré con un perro a mi lado: nada tengo contra el chucho, pero sí contra quienes te lo colocan a tu vera en un espacio público, incordiando con la correa y los ladridos. Solución: aplico mi particular hoja de reclamaciones. Y lo dicho. Hasta más ver.

Segundo caso reciente. En otro bar que tampoco mencionaré el camarero estaba realmente sobrepasado por la acumulación de clientela. Que le sorprendió solo ante el peligro. Tardó lo indecible en servirnos. Tanto, que nos tuvimos que ir sin consumir la comanda que habíamos pagado previamente, en una de tantas visitas a la barra a ver qué había de lo nuestro. El camarero se encogió de hombros: media hora (repito: media hora, nada menos) para servir una triste cazuela de bravas. Las mismas que el Jubera despacha en un parpadeo por docenas desde hace medio siglo, con notable diligencia y esmerado servicio. De nuevo se puso a funcionar mi particular hoja de reclamaciones. No volveré. Lo juro.

Por el contrario, para confirmar o desmentir lo antedicho, sí que acabo de regresar a otro local porque supo gestionar con delicadeza y sentido del oficio un contratiempo semejante. Allí no hace tanto me ocurrió más o menos lo mismo. El camarero, desbordado, encontró un hueco en medio del barullo para acercarse hasta nuestra mesa y disculparse porque llevábamos largo tiempo sin ser atendidos. Disculpas que desde luego aceptamos, porque a continuación decidió abrirnos una botella de vino, allegar el primer bocado que tenía a mano antes de servirnos por fin lo que habíamos pedido y tener luego otra serie de detalles que no concretaré para no dejar demasiado en evidencia a sus colegas de oficio. Pidió mil veces perdón, por más que era innecesaria tanta disculpa, porque nos puede pasar a todos. Es un auténtico placer volver allí donde uno se siente bien tratado. Así que he vuelto y seguiré volviendo. Lo contrario de los casos tristemente citados en los párrafos de arriba: me apena en algún caso pero no me queda otra opción. Desertar de ellos. Lo propio de todo cliente que allí se sintió maltratado. Sin necesidad de pedir las hojas de reclamaciones. Limitándote a distinguirlos con tu indiferencia.

P. D. En mi vida he pedido otras hojas de reclamaciones. Es decir, las oficiales. Dócil que es uno. Tampoco me han vetado el acceso a ningún bar, y mira que en mi alocada mocedad les di motivos a algunos pacientes camareros. A quienes pido disculpas retrospectivas. No recuerdo tampoco que las hayan aplicado a nadie en mi presencia: ese documento enmarcado que figura detrás de la barra, donde se anotan los motivos por los que puede denegarse el derecho de admisión. Muy habitual en muchos bares del centro, como manera de vetar el acceso a los miembros de alguna despedida de soltero/a. Cuando leo sus cláusulas, tiendo a pensar que si se aplicaran de verdad esas condiciones, gran parte de los bares se quedarían sin clientela: observo que, por ejemplo, está prohibido llevar la ropa interior pr fuera o el torso descubierto, así como la ropa sucia o en mal estado. También se prohíbe acudir borracho o bajo los efectos de las drogas… Muchos, muchos puntos suspensivos.

Un recorrido por las barras de la capital de La Rioja

Sobre el autor

Jorge Alacid López (Logroño, 1962) es periodista y autor de los blogs 'Logroño en sus bares' y 'Línea de puntos' en la web de Diario LA RIOJA, donde ocupa el cargo de coordinador de Ediciones. Doctor en Periodismo por la UPV.


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