Cierro los ojos, regreso a mi adolescencia como acostumbro mientras fantaseo y vuelvo a entrar en el bar Beer House. Y retorna entonces el poderoso impacto que aquella nomenclatura desató entre toda una generación de logroñeses, ignorantes de que beer significaba cerveza (nos habían adiestrado en el francés como segunda idioma) y que más o menos calculaban que house significaba casa. O algo por el estilo. A costa de sacrificar unas cuantas pesetas, y de observar los grifos desparramados por su barra tan rica en precioso maderamen que sigo sin olvidar, acabamos por enterarnos de que aquel local había nacido para consagrarse a la rica cerveza, que era un tipo de trago más bien raro en ese formato caña: lo habitual era tropezar con ella contenida en un botellín, de variado tamaño. Pero esos grifos con sus respectivas cañas representaban una novedad fenomenal. Así entró la cerveza en nuestras vidas logroñesas: gracias al rico néctar que despachaba el desaparecido bar de Gran Vía.
Con el tiempo, la cerveza se fue convirtiendo en tendencia. Saca de nosotros, sus potenciales clientes, el papanatas que todos llevamos dentro y así como nos convertimos en insufribles devotos del vino retorciendo el placer que su ingesta propicia mediante el sistema de transformar cada trago en una especie de ciencia oculta, pródiga en un vocabulario extraño, también con la cerveza (y las infusiones, y las ginebras, y hasta con las aguas minerales) ocurrió un fenómeno parecido. Que en mi caso no evita que siga depositando mis preferencias en aquellos bares que tiran la cerveza como manda el canon y que dispongan de una variada oferta, ajena al sota/caballo/rey tan frecuente hasta hace poco. Y como de vez en cuando llevo de paseo al chovinista que llevo dentro, me decanto si puedo por los productores locales. Que defienden con ejemplar vocación por la excelencia a nuestra tierra como región manufacturadora de algunas cervezas estupendas.
Es el modélico caso de las buenas gentes del Odeón, bar que me tuvo como cliente conspicuo en sus albores, cuando la plaza del Parlamento más o menos nacía. Hoy observo que su clientela casi juvenil se hace fuerte en sus terrazas, catando caña tras caña de distintos tamaños y colores, incluyendo según me parece la variedad trigueña que tanta popularidad ha ido alcanzando. Debe reconocerse que semejante éxito le debe mucho a quienes como Dani, Moncho y Manolo desbrozaron ese camino hace unos veinte años, “en el mítico bar Galicia de la calle Mayor poniendo música”, como ellos mismos recuerdan. Pronto, Manolo dio el salto a Mercaderes (el pub Rockas, que todavía sigue abierto) y a continuación llegó el Odeón, “una idea de Moncho y Manolo”, relata Dani, que tenían claro cómo debería ser el bar perfecto: “Un lugar donde juntarse los amigos/as para hablar, tomar un café, un cubata o una buena cerveza”. Dicho y hecho: en el 2006 se abrió el primer Odeón, “apostando por cervezas de calidad”. “Teníamos varios botellines internacionales de lo que llegaban a Logroño”, prosigue Dani, “pero poco a poco fuimos apostando por cervezas variadas y de diferentes estilos”. No sólo de esos néctares rubios se alimentaba su clientela: también se decantaron por ginebras de gran calidad, cafés que procuraban tratar con un mimo superior al usual y, sobre todo, “cuidando mucho” a sus feligreses. “El cliente es uno es como de la familia”.
Trece años después el Odeón sigue en la misma plaza con otros tantos grifos (siete rotativos), cambiando de cervezas y estilos, con hasta 160 botellines diferentes. Al viejo Odeón le nació un hermano pequeño en la plaza del Mercado con una oferta de 20 grifos de cerveza y también otro negocio fraternal, una tienda especializada en cervezas nacionales e internacionales, incluyendo una empresa de distribución que regenta el propio Daniel. “Como teníamos algo de tiempo”, ironizan, “nos embarcamos en el proyecto que más nos ocupa y es la ampliación de la fábrica de cervezas, La Rúa Brewery”. Un proyecto al que se incorporó otro socio, Miguel Ángel Rodríguez, enólogo y alma de Vinícola Real, que coincide en el tiempo con nuevas aperturas. Nada menos que tres locales repartidos por medio Logroño: uno en el parque San Adrián, otro en la calle Laurel y un tercero en ese mismo rincón tan castizo, la calle Albornoz.
Una desbordante panoplia de locales que entronizan entre nosotros a la cerveza y que acompañan en los últimos casos de una sugerente oferta gastronómica. Y que además representa un modelo de negocio en expansión que pudiera ser imitado por quienes alienten el mismo espíritu emprendedor. Hay otros casos entre nosotros de grupos empresariales que también han dado con su fórmula particular y van colonizando Logroño con sus propias propuestas. Pero el Odeón es único, único en su género: un despliegue de bar en bar siempre a mayor gloria de la cerveza, en sus variadas encarnaciones. Que garantiza a los de mi quinta una epifanía cada vez que cruzamos ante su puerta, porque podemos cerrar los ojos de nuevo y regresar a nuestra adolescencia. El Odeón nos transporta a los buenos tiempos del Beer House. Sus cervezas son para nosotros el elixir de la juventud.
P. D. Se tiene a Madrid como la Meca de la caña bien tirada y aquí alguna vez se ha citado el, en efecto, ejemplar servicio que bares, tascas y tabernas de la capital ofrecen en este ámbito. Nada que ver, por el contrario, con la manera en que sirven el vino esos mismos locales: copas llenas hasta el borde, como pozos sin fondo, de escasa gracia. En el resto de España, la cerveza dispone de otros lugares de culto (la vecina Soria, por ejemplo) y también por Logroño se observa un mimo igual de delicado en algunos bares que suelen aparecer por aquí, pero es cierto que Madrid es única en la sabiduría popular encarnada por tantos camareros que han hecho del oficio de tirar la caña una manifestación de arte popular. Hace unos semanas, leí que el gran Kiko Veneno se rendía a uno de esos bares de toda la vida: La Dolores. Tome nota el improbable lector. Y tomo nota yo mismo: prometo pisar su suelo en cuanto caiga por Madrid. Y contar por aquí cómo la tiran.