Ambigú, hermosa palabra. Que se ha mencionado aquí alguna vez, a propósito de su pervivencia en distintos ámbitos, lo cual tiene bastante de heroico porque el tiempo del ambigú, los años en que tenía sentido, se van evaporando. Allá por San Mateo, el ambigú del Adarraga mereció alguna línea a cuenta de la hechicera Lourdes y ya entonces reaparecía el recuerdo de aquellos ambigús de antaño, que tan felices hicieron a quienes encuentran en los bares su pasatiempo favorito. El ambigú de La Manzanera, por ejemplo, demolido cuando la propia plaza. O los ambigús que festoneaban el viejo Las Gaunas, otra reliquia desparecida. O los ambigús de los cines, que uno no deja de añorar.
El del Diana, por ejemplo, representaba a mi humilde juicio la idealización suprema de este tipo de recintos. Elegante, discreto, se accedía a sus dominios superando la escalinata que saludaba al cinéfilo por el acceso de Juan XXIII; lo atendía una misteriosa dama, cuyo rostro se desvanece en mi memoria, aunque no la mercancía que despachaba gentil, discreta como esa barra mínima que defendía. Hubo por supuesto ambigús en los otros cines diseminados por Logroño, que entonces colonizaban el corazón de la ciudad, miembros del mismo linaje: bares mínimos, como mínima era su oferta, condensada en unos botellines de refresco (sospecho que evitando la cerveza) y los snacks de rigor, vulgo aperitivos, embolsados para que el ruido de su apertura provocara las primeras quejas de los vecinos de asiento y alguna regañina del acomodador. Ambigús del Sahor y los Dúplex (que creo recordar que lo compartían, como si fueran cines siameses unidos sólo por esa minúscula barrita), ambigú del Astoria, ambigú del Avenida…
Y ambigú del Moderno. El cine que fue teatro y que desencadena estas líneas, porque las salas que lo sustituyeron acaban de estrenar inquilino en la persona de su vecino Mariano, que se traslada con parte de la familia Moracia y alrededores para dotar de vida ese espacio que, la verdad, no ha tenido suerte con los abastecedores que le precedieron. El martes se inauguró, explorando un futuro aledaño a la vida propia que distingue al bar central de donde procede el caballero Moracia, el Café Moderno, honor y gloria logroñesa. La ampliación de su negocio, para tomar bajo su astuta dirección el otro Moderno (el bar del cine, bautizado con rigor como Ambigú en esta nueva aventura) proporciona a la plaza de Martínez Zaporta un conjunto ahora mejor rematado, cuyos beneficios se extienden sobre otra de las ramificaciones de este pequeño emporio hostelero: la terraza. Terraza doble: la del café y la del ambigú. Así se evita Mariano reñirnos el día en que por despiste ocupamos los veladores contiguos. Ya todas esas mesas, con sus respectivas sillitas, quedan bajo su jurisdicción.
El pasado del nuevo local no invita desde luego al optimismo, porque ya se acaba de mencionar el rosario de tristes despedidas que ha protagonizado. Pero estando la familia Moracia al frente, tengo la (casi) absoluta seguridad de que el futuro es suyo. Porque Mariano tiene buen ojo y mejor olfato para este negocio, garantiza un servicio atento y profesional y todo apunta a que ha acertado diversificando la oferta entre ambos establecimientos para que sean complementarios y no se hagan la competencia. Y porque además ha tenido el buen gusto de consagrar la decoración de su recién nacido ambigú a glosar la memoria del llamado séptimo arte, la magia del cine que tantas veces nos hizo disfrutar en esa misma sala: allí vi, por ejemplo, Sonrisas y Lágrimas, cinta que sigo sin olvidar porque cuando digo que la vi en realidad estoy mintiendo. La requeteví, aprovechándome de la magia de aquellas sesiones continuas que te permitian seguir las peripecias de Julie Andrews prácticamente en bucle. Do es trato de varón. Re, selvático animal. Etcétera.
De modo que Logroño ya cuenta con dobles parejas de ambigús. El coqueto recinto del Bretón que abre solo cuando hay función y que me sigue pareciendo uno de los espacios con mayor encanto de Logroño y este nuevo ambigú del otro gran teatro de la ciudad, el Moderno. Al que debe desearse, siguiendo el ejemplo arriba citado, muchas sonrisas y sólo lágrimas de felicidad. Un fundido a negro cada día con final feliz, para dicha no sólo de su clientela actual, sino también de quienes nos precedieron. Aquellos miembros del Logroño de la Belle Epoque que tuvieron la suerte de contar en la misma plaza, sin salir del mismo edificio, con teatro, luego cine, café, periódico y residencia de la familia que da nombre a la plaza. Aunque no estén ya entre nosotros, aquellos logroñeses sentirán perderse esta novedad tan fetén: un ambigú vuelve a habitar entre nosotros. Hasta Julie Andrews se alegra: mí indica posesión, fa es lejos en inglés, sol brillante estrella es…
P. D. Según la RAE, la voz ambigú proviene del idioma francés y dispone de dos acepciones: por un lado, para distinguir a un tipo de comida compuesta por platos fríos y, por otro, ese otro sentido tan querido entre nosotros. Esto es, “un lugar de un local de espectáculos donde se sirven bebidas y cosas de comer”. El mapa de su etimología conduce en efecto hacia Francia, porque la emparenta con otro vocablo: la palabra ambiguo. Que es donde reside su atractivo: en ese fronterizo (y en efecto) ambiguo territorio donde tiene sentido como esa clase de comida que no se sabe si es almuerzo o cena. O como estos ambigús arriba citados, propietarios de un encanto del que lamentablemente carecen (ay) los que relevaron a los ubicados en el campo de fútbol y la plaza de toros. Los del nuevo Las Gaunas y La Ribera siguen buscando su identidad.