La escena de bares de Logroño se ha nutrido desde que recuerdo de la personalidad magnética que caracteriza a algunos de sus protagonistas. Esos empresarios o aquellos camareros que conferían una identidad singular a sus locales hasta el punto de que ejercían con su clientela como si fueran flautistas de Hamelín: los parroquianos los seguían allí donde fueran. Son innumerables los casos de empleados de tal o cual bar que deciden un día ponerse por su cuenta y se convierten en el faro y brújula de quienes ya les habían distinguido con sus complacencias cuando no se habían convertido en dueños de sus destinos. Porque están dotados de una intuición superior para ese negocio, porque añaden además una simpatía natural que tiende a galvanizar la atmósfera que les rodea o por una suma de misteriosas razones que les otorga ese aura especial. Influencers antes de que hubiera influencers.
Ese me parece ser el caso de nuestro hombre en la calle Bretón (y que Colo nos perdone). Álvaro (a quien tiendo a llamar Alvarito, y que él me perdone) González era ya de crío, cuando se hacía el amo del recreo en el patio de los Maristas, esa clase de personas a cuyo alrededor se construye una ambiente reconfortante y divertido. No debe extrañar por lo tanto que, pasado el tiempo, se iniciara en los secretos de la hostelería y se convirtiera en lo antedicho: un imán para sus clientes. Que han ido siguiendo su estela allá donde cada vez le empujaba su olfato, tanto como camarero como luego ya transformado en empresario. Hasta conseguir que un puñado de locales lleven su firma, asociado con un grupo de leales socios igual de intrépidos y emprendedores. Bares distintos, cada cual con su propia trayectoria y su singularidad, a quien yo siempre asocio con el propio Álvaro (perdón, Alvarito).
Cuya trayectoria es digna de estudio. Apostó por la cocina italiana en La Trattoria hace 25 años, cuando sus fieles apenas distinguíamos un espagueti de un tallarín (yo los sigo confundiendo) y ahí sigue, en perfecto estado de revista, en ese recodo de la calle donde yo siempre seguiré viendo el letrero del Club Deportivo Logroñés que por allí tenía su sede. Fueron pasando los años y su espíritu inquieto husmeó en el ambiente que era el momento para una hamburguesería, superado el viejo estigma tan generalizado hacia los bocados procedentes del gigante yanqui y que esa idea tenía sentido por partida doble: porque se empezaba a poblar Logroño de negocios consagrados a ese mismo manjar y porque podía ponerlo en pie sin salir de esa misma calle. Así que casi pared con pared con su restaurante italiano nació Bococa, el hipsterismo local lo acogió con sus bendiciones y el resto de la parroquia también se dejó caer por esa coqueta barra. Las terrazas gemelas acreditaron el impacto triunfante de la doble iniciativa.
Y sin abandonar ese recodo, triple salto mortal: hace año y medio nació ahí al lado The Club, bar nutrido de una excelente oferta en cervezas como signo distintivo. Con (por supuesto) su triunfal terraza, que festonea ese tramo de Bretón de una oferta por triplicado de la profesionalidad que acreditan Álvaro y sus socios: Paca, Anouska y Ferdinando, a quienes debe atribuirse desde luego el mérito de haber configurado en tan escasos metros cuadrados una atractiva paleta de bares, cada cual con su propia fisonomía pero con un denominador común que puede resumirse en una suculenta oferta de tragos y bocados tarifada a precios sensatos. Y que dispone además de ese qué sé yo, ese no sé qué, que distingue a los bares que nacen con estrella. Porque tras ellos se esconde un tipo con olfato para estos negocios, trabajador incansable, que ha ido afrontando los contratiempos de la vida con una sonrisa. Con ese mismo don que le ayudó a hacerse el jefe del patio de los Maristas según lo recuerdo. Cuando aún tenía sentido llamarle Alvarito. Cuando aún no se había ganado el título de don Álvaro, señor de Bretón. Cuando todavía era aquel mocosete que se destetaba en el oficio en el añorado Cristal de la calle de Jorge Vigón, donde le conocerían quienes luego le acompañaron en las siguientes etapas de su vida profesional. Y que sea por mucho tiempo.
P. D. ¿Alguna otra aventura en el horizonte? El interesado se encoge de hombros. Seguro que en su cabeza bulle alguna idea pero de momento prefiere esperar a que tome forma su último proyecto (The Club) y cuaje esa triple oferta que defiende en la curva más hermosa de Logroño, la de la calle Bretón. El tramo que en mi imaginación siempre decorará el escudo blanquirrojo, la añorada estrella de David más futbolera.