El periódico El País publicaba el 2 de enero una información que resultó ser la más leída por su audiencia ese día: la noticia de que el Ayuntamiento de Málaga impediría la apertura de nuevos bares en zonas de la ciudad que considera saturadas. El cuerpo de la información detallaba cuáles son las calles donde la convivencia entre el negocio hostelero y la tranquilidad vecinal se estaba venciendo por el primer lado, de manera que el municipio que preside Francisco de la Torre (casado por cierto con una logroñesa) cortó por lo sano. No habrá más bares en, por ejemplo, las céntricas calle Sánchez Pastor (doce locales en apenas 80 metros), Calderería (16 en 113 metros) o Ángel (seis bares en 43 metros). La moratoria afecta durante los próximos cinco años a un total de 103 calles del centro de Málaga, pero no parece a simple vista una medida caprichosa: surge como resultado de un minucioso análisis del nivel de decibelios en las zonas circundantes a todos esos bares, que desveló lo que cabe presuponer. Un exagerado ruido, ese molesto inquilino que suele llegar acompañado de otros peligrosos incordios: suciedad, inseguridad e incivismo.
Como de Málaga y sus bares tengo una opinión muy superficial aunque entusiasta (el Pimpi y poco más: la visión del turista), ignoro si el veto a nuevas aperturas, que llega acompañado de otras medidas tendentes a limitar las actividades en las calles afectadas por la moratoria (incluyendo las que organiza el propio Ayuntamiento) y a recortar de paso los horarios de cierre, tiene sentido, es exagerado o incluso se queda corto. Pero me llamó la atención porque deduje que se trata de un modelo de convivencia más bien meridional, ajeno a Logroño y otras poblaciones septentrionales: en Andalucía es propio hacer la vida en la calle, aprovechando las ventajas de sus amistosas temperaturas, y tal vez el ruido inherente a la ingesta de tragos y bocados sea superior al caso logroñés. Donde, sin embargo, va ganando peso esa misma costumbre: a despecho de que la temperatura exterior aconseje el trasiego dentro del bar de guardia, es cada vez más habitual la consumición llamada ‘outdoor’, en vez de la ‘indoor’. Sobre todo, cuando la protagoniza el gremio de fumadores.
De ahí, de esas cavilaciones, surgió una duda, camuflada en una serie de preguntas que me hice ese día y ahora pongo por escrito: qué posibilidades tendrá de prosperar una medida semejante en Logroño. Porque me llama la atención que en pleno corazón de la calle Laurel se albergue un mínimo de dos edificios destinados a uso residencial, cuyos inquilinos me aseguran que en nada notan que peligre el sosiego de sus hogares (bien que provisionales) por la presencia de las cuadrillas que colonizan esos metros de suelo público compartido. Puesto que Laurel y alrededores (incluyendo San Agustín, que dispone también de sus propios pisos turísticos) se han convertido en un escenario para el ocio casi en exclusiva del fin de semana, y puesto que además la ingesta de la clientela suele registrarse en el interior (en invierno, especialmente), esa idea malagueña tendría nulo sentido entre nosotros, me parece. Soy por lo demás partidario de no vetar la apertura de bar alguno: si cada portal de la calle Laurel, por seguir con el ejemplo canónico, cuenta con su propio bar y sus responsables se ganan la vida de ese modo, cumplen la reglamentación vigente y cuidan la convivencia con sus escasos vecinos, no entiendo a qué viene prohibir nuevas aperturas. Una prohibición que suele despertar ese tufillo que aborrezco, la típica conspiración gremial para que el conjunto del sector no se vea lesionado por el espíritu emprendedor de quienes decidan instalar sus negocios.
Mis dudas, sin embargo, resisten más allá de las calles propicias para las rondas castizas. ¿Opinarán lo mismo que yo los vecinos de Gil de Gárate o de Saturnino Ulargui? ¿Y los de Bretón? Porque conozco a algún audaz vecino de esta misma calle harto, comprensiblemente harto, del ruido permanente provocado no sólo por la clientela, sino por el estrepitoso arrastre de sillas y mesas (esas que ahora permanecen ancladas por la noche al árbol más cercano y antes de guardaba, silenciosamente por favor, en un local vecino). Y también conozco a algún empresario del sector, cuyo bar se ubica en esa misma calle, igual de harto porque la ordenanza municipal resulta a su juicio excesivamente celosa y garantista e impide que su negocio prospere, a diferencia de lo que sucede según me apunta en ciudades limítrofes, más permisivas, hacia donde parece emigrar ese tipo de turista de entre semana, congresual casi siempre, que encuentra más libertad para las copas nocturnas que la hallada en Logroño.
Y concluyo que, como siempre, en el centro justo debería radicar la virtud que permita un equilibrio entre la deseable convivencia. Como miembro de la parroquia habituada a ir de bares, seguro que en algo he contribuido a las molestias que semejante práctica provocan. Y pido disculpas retrospectivas. Pero como vecino que aspira al merecido descanso que en teoría aguarda cuando llegas a casa, me pongo en el lugar de quienes en nada simpatizan con las molestias propias de tener un bar (o unos cuantos bares) debajo de casa, o al lado, o monopolizando toda la calle. Y me solidarizo con ellos aunque la conclusión a que llego tras tantas cavilaciones es la de siempre, lo antedicho. Que por algún lado debe anidar el punto medio. Y que desde luego en el caso de Logroño ese no es el caso de la calle Portales.
P. D. La prensa también informaba en esos mismos días de la medida acordada por el alcalde de la localidad francesa de Rennes (bellísima, por cierto): vetar las estufas callejeras que los bares instalan en sus terrazas para allegar otra cuota de negocio en los duros meses de infierno, que en Centroeuropa suelen durar más que en España. Vi las primeras hace mil años en Bruselas, instaladas en los veladores que rodean su icónica Grand Place, y me llamaron la atención. Entre nosotros crecieron como setas (así les llama el ingenio popular, o también suegras: porque calientan la cabeza pero no los pies, como nuestras queridas mamás políticas) a consecuencia de la bendita ley antitabaco, que era algo así como el apocalipsis para la hostelería española que luego encontró sin embargo la manera de reinventarse con estas terrazas de invierno. Alega el alcalde de Rennes lo idiota de esta idea: nadie en su hogar se sale a la terraza con una estufa cuando el frío arrecia fuera. Y agrega que tiene bastante de pernicioso su consumo para quienes deben velar por el medio ambiente. Le doy la razón a Monsieur Hervé, aunque no tengo el gusto. Y le hago llegar otra justificación para prohibirlas o al menos para vetar la presencia de fumadores: no tiene sentido, a mi humilde juicio, tener que aguantar los malos humos del vecino en ese cobertizo cuando unos metros más allá, en el interior del bar, están prohibidos. ¿Terrazas exteriores? Voto a favor: sin humo y sin estufas.