Todavia hay cierto locales logroñeses que aseguran ese tipo de atmósfera tan gentil con su parroquia que antes era más habitual y hoy se bate en retirada. Pienso en Dulín o Muro, por ejemplo: donde se aloja esa especie de ambiente placebo que te reconcilia con la vida, con la vida comercial y también con la vida en general, con su versión más amena. Me ocurre también en La Mariposa de Oro, pastelería/joyería patrimonio del logroñesismo, si tal concepto existe. Su delicado techo de artesonada escayola, la venerable máquina de precisión que aún funciona, las golosinas que alumbra su misterioso horno… Y el riquísimo olorcillo que inunda toda la calle Portales: la suma de todos estos atributos genera en mi caso, y creo que en algún otro, un estado de felicidad levitante, similar al que procuran ciertos bares.
Es una sensación que también me asalta cuando ingreso en la jurisdicción de otro descubrimiento reciente, que debo a un compañero en esta casa que con tanta paciencia nos acoge. Fue el primero en localizar una hermosa pastelería alojada en el tramo final de Calvo Sotelo, una de las calles más maltratadas de Logroño, lo cual es mucho decir. Si alguna vez el improbable lector desciende hacia el polideportivo de Lobete, convertida en una especie de tubo para coches cuya utilidad se me escapa igual que me espanta su fisonomía, tropezará a su mano izquierda con un pequeño tesoro. Una joya camuflada como confitería, llamada La Petite Parisienne, una nomenclatura muy pertinente. Porque la atiende una joven llegada desde las Galias vecinas, cuyo sabio y sabroso quehacer merece que alguien le dedique algunas líneas. Y porque es en efectado un espacio contenido. Desbordante por cierto de encanto.
Las que siguen, por ejemplo. Cuando el cliente accede a sus dominios, en realidad se transporta en la máquina del tiempo a los años en que el silencio imperaba entre nosotros con mayor asiduidad. Es por lo tanto un viaje muy placentero. Se escuchan los susurros que se dirigen entre sí los jefes de todo esto, los pies deslizándose por el suelo y un reconfortante runrún que llega desde el hogar vecino, tras la puerta. Donde se alumbran las gollerías que le dan justa fama: delicadas artesanías pasteleras, de procedencia francesa, despacha para satisfacción de su parroquia, sorprendida y hasta conmovida luego de encontrar en esta extraña esquina de Logroño con una porción de París. Un oasis en medio de la fealdad del entorno.
La joven que defiende esta barra, donde se despacha también un pan riquísimo de origen (éste sí) cien por cien riojano, atiende al potencial comprador en un español afrancesado tan encantador como desconcertante. Y se entrega a una práctica que antaño era frecuente pero que ha ido desapareciendo, como tantas cosas buenas de la vida: darte a probar alguna de sus creaciones cuando el cliente duda sobre cuál de ellas será la más apropiada o estará más rica. Son minúsculos pastelillos de elegante finura, muy sabrosos. Entre los cuales destaca una golosina de moda, pero complicada de encontrar fuera de Francia: sus proverbiales macarons, que aquí se ofrecen perfectos de punto y con elogiable variedad de sabores.
Aunque la idea que asiste a este blog tiene que ver con Logroño en sus bares, me permito desvelar aquí este feliz hallazgo, por si acaso había pasado injustamente desapercibido, impulsado por la idea de que esta confitería sólo le falta precisamente eso. Una barra, aunque fuera minúscula. Donde acompañar con un cafecito alguna de las criaturas que nacen en su horno, viendo pasar la vida por la cristalera que da a Calvo Sotelo endulzada por un glorioso surtido de pastelitos de sello parisino. Mientras llega ese feliz día, sus dueños se limitan a seguir con lo suyo, la elaboración minuciosa y suculenta de sus creaciones, confiando en un mañana donde sus feligreses no sólo sepan pronunciar con mejor precisión la voz cruasán: cuando también sepamos a qué sabe un café au lait a la manera de Logroño.
P. D. Alguna vez se ha mencionado aquí el modélico ejemplo de un negocio emparentado con este otro hallazgo logroñés-parisino: la inmemorial Iturbe, que ahí sigue en Víctor Pradera, despachando sus elogiables dulces con el mismo esmero con que sirven a la clientela el rico cafecito. La Petite Parisienne vendría ser algo así como su sucesores: su heredera.