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Jorge Alacid

Logroño en sus bares

Los mejores bares

 

Como en años anteriores, gracias a la gentileza de quienes organizan con tanto éxito como denuedo la elección del mejor pincho de La Rioja, me integré hace unos días en una de las expediciones que surcan nuestro suelo como miembro del jurado. Me disculpará el improbable lector porque reconozco que me repito, pero por si hay algún despistado por ahí, anoto lo siguiente: se trata de reunir a unos cuantos voluntarios, en representación de distintos colectivos, que nos distribuimos según un medido cronograma por todo el territorio, tanto Logroño como la región interior, nos repartimos una serie de bares candidatos a ser seleccionados para la final y luego vamos catando aquí y allá, anotando el resultado de nuestras cavilaciones y comprobando de paso el estupendo estado de salud que presenta el sector. Sigue emocionándome en consecuencia tropezar con las buenas gentes de los bares, que defienden sus barras con esa clase de compromiso que merece toda la suerte. Con sus aciertos y sus fallos. Como todos nosotros en nuestros respectivos cometidos, salvedad sea hecha de esos queridos paisanos cuyo número no deja de crecer: los que nunca se equivocan.

En mi caso, me tocó en suerte un par de bares de Nájera y otro de Baños en el itinerario que el mismo día incluyó otras paradas en este gozoso viacrucis. Trepando hacia el Alto Najerilla, por esa sucesión de curvas que llaman carretera LR-113, hoy en obras, el viaje conducía hasta la benemérita localidad de Viniegra de Abajo, de ejemplar belleza. Llovía y un molesto viento bajaba la agradable temperatura de que gozaba el fondo del valle. Por sus calles, sólo unas cuantas almas despistadas y algún vecino haciendo recados. Uno mujer apunta hacia una cuesta adoquinada, en cuya cumbre se aloja el establecimiento Casa Irene, del que algo había oído hablar. Elogiosamente, por cierto. Traspasada la puerta, el viajero encuentra lo que estaba buscando: reconocerse en este espacio, un bar de toda la vida, atendido con gentileza y profesionalidad por un grupo de mujeres que dispone sus manjares en una mesita. Gloria bendita, kilómetro cero o casi: morcilla, berza, legumbres. Cocinadas con ingenio y con mimo, en medio de un territorio que conspira contra tanto generoso esfuerzo.

De Casa Irene sale el cliente reconfortado. No sólo por su recomendable carta y esmerado servicio. También porque concluye que estos bares son los mejores. Porque afrontan lo inhóspito de su entorno con una entereza ejemplar, sin arredrarse. Ignorando las malas noticias, mirando sólo hacia adelante. Debe reconocerse por lo tanto su meritorio desempeño mientras, bajo una incordiante lluvia y ese intimidante viento que nos recuerdan que aún es invierno, abandonamos su jurisdicción luego de intercambiar unas palabras con este trío de magas de los fogones y comprobar que es cierto lo que se dice: que en La Rioja nos conocemos todos. Nadie en la calle. Miro hacia atrás, hacia Casa Irene. Dan ganas de aplaudir.

 

 

Las mismas ganas con que despediremos luego la siguiente cuenta de este rosario, que aguarda en Brieva. Su bar, defendido ahora por unos hijos del pueblo, ofrece un aspecto mejorado respecto a mi última visita: aquí ha vuelto la vida. Defiende su barra una pareja que de algo le sonará a los habituales de los bares de Logroño, una barra por cierto admirable: la cantidad de gollerías que aguardan a la clientela hacen salivar tanto como el platillo de alcachofas que sirven, el pincho con que se presentan al concurso. Al fondo, ese duende llamado Pablo Fontecha (antiguo as del baloncesto del colegio San José) ejerce como suele: como una especie de embajador de su tierra natal, este territorio que tiene conquistado su corazón con una devoción contagiosa. Afuera, un vecino carga unas monumentales berzas en su vehículo; chispea de nuevo. Hay que decir adiós a toda prisa al monumental caserío y guarecerse en el coche mientras no deja uno de asombrarse: estos bares son patrimonio de la riojanidad. Hay bares buenos por toda la región pero éstos, en efecto, son los mejores.

La carretera serpentea valle abajo mientras esa certeza se va macerando en nuestro caletre. Los bares que acabamos de visitar te reconcilian con la vida, una hipérbole que no lo es tanto si bien se mira. Es gratificante saber que allá al final del Alto Najerilla, unos cuantos audaces mantienen viva la llama de la hostelería. Que es casi como asegurar que contribuyen a mantener viva la localidad donde anidan, porque de su supervivencia depende demasiadas veces el futuro de esas almas que resisten en medio del territorio interior. Mal comunicado y a veces peor comprendido. Que merece una visita. Sobre todo, en medio del impresionante paisaje invernal, incluso durante este invierno que no lo parece. Acudir a estas barras te devuelve la fe en la capacidad de tanto ser humano para sobreponerse a la adversidad y obedecer el mandato bíblico: dar de beber al sediento y de comer al hambriento. No sólo con sus ricos manjares. Lo que sale de estos bares estupendamente alimentado es nuestro espíritu. Nuestra fe en el futuro de la humanidad. Empezando por la humanidad de La Rioja.

 

 

P. D. En el mismo valle donde sobreviven los bares citados, acaba de registrarse una baja, que desvelé días atrás en las páginas de este diario. El Amado, bar emblemático de las Siete Villas, cierra a final de mes en Villavelayo, población que en consecuencia queda huérfana de este tipo de locales, imprescindibles. Bares que son más que bares, el espacio de la socialización. Más que necesaria, imprescindible en rincones como los diseminados por el Alto Najerilla. Un espacio que pierde algo de su magia con estas bajas.

Un recorrido por las barras de la capital de La Rioja

Sobre el autor

Jorge Alacid López (Logroño, 1962) es periodista y autor de los blogs 'Logroño en sus bares' y 'Línea de puntos' en la web de Diario LA RIOJA, donde ocupa el cargo de coordinador de Ediciones. Doctor en Periodismo por la UPV.


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