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Jorge Alacid

Logroño en sus bares

Quedarse en casa

 

Recuerdo haber ingresado una noche de frío feroz en la calle Laurel preguntándome, con la nieve a la altura de las canillas, si habría algún bar abierto (lo había: el Donosti del gran Juanito y familia). Recuerdo una tarde sentado en el ventanuco del viejo Tivoli (aquel estupendo paso de paloma) sopesando si entraba o no en la Laurel porque un bochorno infame azotaba Logroño y temía que no hubiera ni un bar abierto en medio de la canícula dominical (y lo había: el antiguo La Simpatía). Recuerdo haber ido por la calle Laurel la noche del 23F preguntándome si algún otro parroquiano se habría animado y en efecto: los fieles del desaparecido Bambi vimos allí a Jordi Pujol por la tele, muertos de risa. Recuerdo haber peregrinado por las barras de confianza en medio de circunstancias ambientales y/o personales nada propicias, tal vez porque en esas condiciones sirve de manera más adecuada la terapia que aguarda en nuestros bares favoritos. Recuerdo haberme ido de bares en todas las estaciones del año, así en Logroño como en otros pagos, porque se trata de un entretenimiento (uno de tantos, no el único) irresistible, donde se esconde la sustancia genuina de los días: celebrar la vida.

Y no recuerdo por lo tanto ninguna otra ocasión en que hubiera tenido que contener ese mandato, esa tentación. El dichoso virus, como supondrá el improbable lector, se combate según las más prestigiosas mentes de nuestra generación evitando el contagio que genera la vida social, tan riojana. Que en Logroño tiende a ejercerse, desde luego, en los bares. Pero todas esas advertencias que me llegaban contenían el germen de la rebelión. Un sordo llamamiento a rebelarnos, a resistir ante el avance del discurso oficial: si nos quedamos en casa, pensó esta semana en algún momento mi atribulada mente, sería tanto como aceptar que el bicho que llegó de China gana el combate. Que nuestra feliz convivencia sale derrotada del encuentro con esta pandemia endiablada, que nos busca las cosquillas incluso en esos hábitos tan apacibles y de dudoso peligro.

Pero la razón científica tiene cosas que nuestro corazón logroñés no entiende. Amparado en ese argumento, me rebelaba contra la idea de pasarme el fin de semana entre las cuatro paredes del hogar familiar porque me parecía por el contrario lo correcto plantar cara al virus: apalancarme en la calle Laurel o en la San Juan o en cualquier otro agradable refugio y recetarme una sobredosis de tragos y bocados, en plan Fraga en Palomares. Aquí estoy yo, aunque sin el Meyba aquel gigantesco. Tomarme el aperitivo, acudir al cine (los Moderno: los únicos que aguantan en el corazón de Logroño) y darme por la tarde otra vuelta por las jurisdicciones amigas. Quería hacer lo de siempre. Ir de bares. Y no me resignaba. No quería escuchar las doctas opiniones de quienes algo saben de este asunto y desaconsejaban la interactuación propia del sector hostelero.

Sólo el jueves cambié de opinión. Me empezaron a llegar mensajes al móvil de unos cuantos benéficos hosteleros avisando de que, dijera lo que dijeran la consejera Alba, el ministro Illa o el duende Simón, ellos iban a cerrar sus locales. Lo hacían supongo porque habían empezado a comprobar que decaía el número de feligreses pero sobre todo porque se rendían al peso de la evidencia. El sentido del deber. Un goteo de guasaps que fue incrementando su producción a medida que se hacía de noche terminó de convencerme. Tocaba transigir, rendirse. Ir de bares se había convertido de repente en sinónimo de irresponsabilidad.

Así que estas líneas que habían empezado como un conato de sublevación concluyen asumiendo que, como escribió algún clásico, cada derrota esconde a menudo un triunfo posterior. Prefiero pensar que llegará un mañana en que estos apocalípticos días nos moverán a la sonrisa conmiserativa que se nos queda en la cara mientras recordamos la noche en que llegamos a Laurel bajo una nevada siberiana, o sometidos por los rigores del verano o amenazados por el pistolón de Tejero. Volveremos a ver a la maga Tere en la Taberna de Baco, a su vecina la hechicera Azucena preparando sus tomates en El Soldado y a tantos bondadosas almas cuyas pócimas nos reconfortan y nos seguirán reconfortando. Cuando volvamos a ir de bares por las calles de Logroño (y de Haro y de tantos rincones tan queridos) pensando que así como gracias a que en esta vida se pierden algunas batallas se puede al final presumir de que ganas la guerra, lo cual exige algún sacrificio: el mío, renunciar a ir de bares. Poca, poquísima cosa, comparado con el generoso esfuerzo y ejemplar compromiso del personal sanitario. A quien habría que empezar por ir encargando un monumento.

O invitarles al menos a una ronda cuando volvamos a ir de bares.

P. D. Entre otras razones, calibré durante unos cuantos días saltarme el llamamiento a la prudencia porque me parecía que presentarme en el bar de guardia transmitía una corriente de afecto y solidaridad a sus dueños, que lo pasan tan mal en esta crisis como sus empleados. Pero venció por fin la prudencia e hice caso al célebre hastag, también llamado en etiqueta: #YoMeQuedoEnCasa.  Así que lo dicho. Me quedo en casa: voy abriendo la primera botella de vino del finde.

Un recorrido por las barras de la capital de La Rioja

Sobre el autor

Jorge Alacid López (Logroño, 1962) es periodista y autor de los blogs 'Logroño en sus bares' y 'Línea de puntos' en la web de Diario LA RIOJA, donde ocupa el cargo de coordinador de Ediciones. Doctor en Periodismo por la UPV.


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