Con los bares cerrados… Con los bares cerrados, mantenerme fiel a mi (auto)impuesta disciplina de mantener vivo este espacio al menos una vez por semana tiene algo de hazaña (perdón por el (auto)bombo), aunque también de (auto)exigencia feliz. Una manera como cualquier otra (igual de bobalicona) de peregrinar al menos con la memoria y su prima hermana, la fantasía, hasta allí donde fuimos tan felices. Me lo avisaba días atrás un corresponsal, casi con esas mismas palabras: con los bares cerrados, se cierra también el grifo de lo que puedes escribir. Idea contra la que me sigo revelando, como observará a continuación el improbable lector.
Veamos. En mi auxilio acudió una referencia, cazada al vuelo en las redes sociales, donde un seguidor dejaba caer esa especie de encuesta que todos hemos podido rellenar durante el cautiverio, una ingeniosa idea para sobrellevar la cuarentena. Se preguntaba ese buen hombre (y se contestaba) sobre qué significaban para él los bares, en función del estado de ánimo que despertaban en su corazón. Lo cual sólo podía despertar mi propio interés, de modo que empecé a responder al cuestionario… hasta que caí en la cuenta de que el resultado de mis respuestas iba a pisar unos cuantos callos, tendencia que me caracteriza pero que procuro evitar al menos cuando hablo de bares. Sobre todo, ahora que sus defensores están convalecientes, mustia la caja registradora y tocando los clarines del miedo las trompetas del Apocalipsis.
Acabé resolviendo mis dudas como suelo. Poniendo en marcha la máquina del tiempo. Dejando que la memoria me llevara a responder a ese cuestionario como si los bares que habitan en mi corazón tan logroñés todavía resistieran, como si permanecieran abiertos años después de su desaparición. Lo cual me hizo feliz, tontorranemente. Ese tipo de dicha tan personal, cuando dejamos que nos asalten los sentimientos más personales, los más ingenuos. Porque mientras rellenaba cada casilla, me volvía a ver en cada una de esas barras. Más joven claro, de crío en alguna de ellas, acompañado en distintas circunstancias por quienes ya no están. Un melancólico júbilo que me gustaría compartir en la esperanza de que pueda servir de pista a quienes estén allá, al otro lado del éter.
BAR SOBREVALORADO. El del Aéreo Club. A los logroñeses menos veteranos, nada les dirá. Para el ala senior de la población, la encarnación local de la lucha de clases. Entrada por el Muro de la Mata, salida a Ollerías (más o menos, donde se sitúa ahora el Tondeluna) y dos tipos de barra. Una, para la oficialidad; otra, para la soldadesca. Nunca entendí que quisieran entrar en su jurisdicción quienes podían ser tratados con tanta condescendencia. En su imaginación, sus ansias de prosperar, lo habían sobrevalorado.
BAR INFRAVALORADO. El Merlín. Ubicado en Portales, sumidero de una generación, acabó entronizado en el imaginario local como una especie de infierno, que sin embargo lo hace cada día más apetecible a mis ojos. Allí habitaba la ley de la frontera: dependiendo de a qué lado cayeras, podías considerarte víctima o superviviente. Visto retrospectivamente, un maravilloso local que trajo la modernidad (siempre tan peligrosa) a Logroño.
BAR QUE AMO. La Granja. Su recuerdo aflora una y otra vez, el aroma de los días felices del pasado, cada vez que entro por la puerta de mi estudio cuya entrada ilumina esa maravillosa imagen que me regaló Rocandio y que ahora preside estas líneas. Como el héroe de Ciudadano Kane, mi particular Rosebud. Vuelvo a ser un crío. Sobre todo, vuelvo a ser un crío feliz, lo cual no siempre me ocurría.
BAR DE CULTO. El Continental. Ingresé en su territorio subterráneo (en el centro del centro de Logroño, advertía un posavasos) cuando se puso de moda el billar americano y me recibió en consecuencia una dama en decúbito prono, que luego hizo carrera en la política, donde sigue por cierto prestando servicio. No revelaré su nombre igual que también omito algunas de las rarezas menos memorables de aquel maravilloso bar (rata incluida), porque prefiero rescatar las inolvidables copas de madrugada y su estupenda terraza con vistas al Espolón. Cuando sumergirse en sus dominios era casi nuestra única aspiración de cada fin de semana y toda visita nos resarcía del tedio que aguardaba sobre nuestras cabezas.
BAR AL QUE PUEDO IR UNA Y OTRA VEZ. El Capri, otro bar difunto donde hice guardia unas cuantas tardes, pelando la pava en los días en que siempre llovía en Logroño y yo veía el aguacero caer tras aquellos enormes ventanales, con vistas a la fuente de Murrieta (o como se llame ahora: antes llevaba el ridículo honor de estar dedicada al alférez provisional, ya ve usted qué cosas). Un camarero con mucha mili se ocupaba de gobernar ese espacio tirando a rancio, dueño de un encanto particular al que podría volver desde luego una y otra vez en cuanto se obrara el milagro de que sus mustias puertas se reabrieran y yo dejara de escuchar en mi cabeza esa estúpida ocurrencia. Capri, c´est fini.
BAR QUE HIZO ENAMORARME DE LA MÚSICA. El Saxo. Sábado noche, años 80, la Zona. Suenan de nuevo los Smith…
BAR QUE CAMBIÓ MI VIDA. El Abraxas, también en la Zona. Como hay ropa tendida, evito extenderme.
BAR QUE ME SORPRENDIÓ. El Teorema, de Calvo Sotelo. Creo que fue la primera vez en mi vida que escuché música en vivo en un garito.
PLACER CULPOSO. Ir a La Enagua, también de la Zona. Estaba medio hechizado por una de sus camareras: yo confieso.
BAR QUE EXPLOTA(BA) EN VIVO. El Rocky. Quien acudiera alguna noche de sábado en los 80, sabrá de qué hablo. Hermano pequeño, el vecino Celta. Sigo sin salir de la Zona.
BAR QUE ODIO. El Aéreo Club, por las razones arriba citadas.
P. D. Según algunas teorías apocalípticas, no volvernos a vernos por los bares hasta diciembre. O así. Es decir, que aunque se levante la cuarentena un siglo de éstos, algunos hábitos sociales (los que propician la confraternización sin mascarilla) deberán aguardar a que el virus sea sólo una pesadilla. Yo, ni creo ni dejo de creer. Sospecho que nuestra experiencia en las barra de guardia admitirán algún cambio en su fisonomía pero también me malicio, conociendo al ser humano (logroñés) que en cuanto algún intrépido se anime, volveremos a ser como antes. Los que sólo aspiraban a celebrar la vida acodados en su bar favorito. Así que ánimo: queda un día menos.