Cavilaba estos días sobre cómo será el futuro que nos espera como ciudadanos/consumidores, ese mañana impredecible que parece hoy más cercano que ayer (pero menos que mañana), cuando cayó en mi jurisdicción el material fotográfico que me allega el querido Alfredo Iglesias, con quien compartí en otra glaciación expediciones a lo más oscuro de las oscuras noches, ese territorio que solía situarse allá al fondo de la barra. Donde siempre había sitio.¿Lo habrá ahora? Cuando se levante el confinamiento, ¿será todo como era siempre? Lo dudo. Al menos, en primera instancia. Creo que tardaremos en recuperar la normalidad, a la que me niego a llamar nueva, descartando sumarme bovinamente a las sutiles instrucciones del semántico de guardia en Moncloa, donde van a descubrimiento filológico por semana.
Mientras resolvemos las dudas que presenta el porvenir, esas imágenes disparadas con el ingenio habitual del caballero Iglesias me permiten reflexionar sobre el ayer, incurrir en el noble pasatiempo de solazarme en los viejos días de convivencia sin demasiadas distancias físicas. Días (y noches) de desparrame compartido, cuando se ponía a prueba la teórica capacidad de los locales de confianza y se confraternizaba con los desconocidos con una liberalidad en las costumbres que hacía buena una de mis frases favoritas de la historia del cine, aquello de entregarse a la amabilidad de los extraños que sugería la inolvidable Blanche en ‘Un tranvía llamado deseo’. No se me ocurre mejor eslogan para resumir qué clase de convivencia distinguía hasta la llegada del virus al modelo de espacio común compartido que ha significado históricamente para tantos de nosotros nuestro amigo el bar.
En las fotos de Alfredo observamos a la parroquia consagrada, en efecto, al deporte de la cercanía, práctica que hermanaba a los amigos de toda la vida con quienes pasaban por allí. Algo de esa familiaridad en el trato se detecta en estas instantáneas, que por otro lado poseen la virtud de recordar, como su propio autor me avisa, aquellos bares que frecuentamos tantas veces y que hoy son sólo polvo (espero que polvo enamorado, con perdón). Bares que resisten estupendamente, como Eldorado de Portales, y otros que dejaron fértil memoria entre sus devotos, como el Blue Moon de Albia de Castro, del que no fue cliente demasiado fiel pero donde acabé atracando más de una noche: esa última copa que, en mi caso, casi nunca fue la última. Siempre había otra. Misterios logroñeses.
Otras fotos de este racimo que me administra Alfredo recuperan la memoria no menos fecunda de los garitos de la calle Mayor, donde tanto disfrutó la generación que a ambos nos siguió (somos de la quinta del 62), como queda reflejado en los semblantes de agradecido jolgorio con que fueron inmortalizados sus protagonistas. Por entonces, recuerdo que el propio Alfredo se puso a despachar tragos al otro lado de la barra, sin renunciar felizmente según compruebo a persistir en el noble arte de la fotografía urbana, vertiente dipsómana, que garantiza este material que tiene mucho de archivo documental: cómo fue el Logroño noctívago que despedía el siglo XX. Material para una exposición.
La foto que preside estas línea sirve para el mismo propósito: un objetivo documental pero también comparativo. El camarero del viejo Ibiza, como contraste con el bar actual y con sus herederos. Aquel Ibiza también desapareció pero al menos tuvo suerte: engendró el germen de su posterior resurrección, de la que ahora disfrutamos. Mejor dicho, la que esperamos disfrutar cuando superemos la cuarentena. Buen parte de los bares retratados por Alfredo no dispusieron de una segunda oportunidad. Perecieron, víctimas de las raras modas que una vez te encumbran y poco después te olvidan. Pero también, a su manera, han tenido suerte. El agudo ojo del fotógrafo pasó una vez por allí y dejó para la posteridad estas imágenes que sirven para abrillantar su memoria y para atestiguar que la vida fluyó por sus venas. Y para concluir que celebrar la dicha de sentirnos vivos proporcionó un argumento inigualable al entretenimiento que aguarda cuando liberemos los rigores del confinamiento, aparquemos los razonables temores y disolvamos las angustias como era costumbre: entre tragos y bocados. Confiando en que Alfredo Iglesias o sus sucesores también nos retraten con el mismo talento.
P. D. La reanudación, a ritmo todavía muy lento, de la actividad económica alcanza también a los bares durante estos días en que se levanta el veto al confinamiento más estricto. Regresar a las rutinas cuando se lleva tantas semanas con el grifo cortado es más fácil de decir que de ejecutar. Natural por lo tanto que afloren las dudas en tantos y tantos bares, donde prima la incertidumbre y se procura una respuesta común al despertar de la crisis, para no ir demasiado lejos cuando se reabra la puerta ni quedarse demasiado atrás y se añada en consecuencia otra dosis de agonía a un sector que sale maltrecho del combate con el virus.