Alguna vez, animado por el celo que distingue a un querido corresponsal de este blog, ya se ha mencionado aquí el debate establecido entre quienes piensan que pueden ingresar con su mascota en su bar favorito y quienes por el contrario alertan de que semejante costumbre está taxativamente vetada por distintas ordenanzas. Alguna, por cierto, de índole europea. Si regreso ahora sobre mis pasos, es movido por un espíritu de servicio: difundir entre los improbables lectores cuanto se haya legislado sobre tan controvertida materia. Sobre todo, después de que cayeran en mi jurisdicción tres hitos que aconsejan (un suponer) predicar por este territorio la buena (o no demasiado buena) nueva entre tantos y tantos fieles adictos a ir de bares acompañados por sus perros.
En realidad, son malas noticias para ellos. La primera preside estas líneas: la divulgó entre su clientela el bar Tizona, que defiende con mucha clase una barra bien nutrida de golosinas en Ciriaco Garrido con merecido éxito. En ese cartel avisan sus dueños al parroquiano de que, sintiéndolo mucho, está prohibida en su interior la presencia de animales de cuatro patas: se lo advirtió un inspector de consumo que pasaba por allí, cuando observó que un cliente se disponía a eludir la prohibición y le afeó su intención. Convenció según me cuentan con naturalidad y elegancia a los propietarios de la inconveniencia de que en un espacio dedicado al ámbito hostelero convivan nuestras mascotas, por una cuestión elemental de higiene que, como tantas otras, a menudo se olvidan. Y de ahí el cartelito antedicho.
Aquel funcionario, en realidad, se limitó a observar algo que parece de sentido común: que la presencia (o no) de animales en un bar no debería obedecer a un impulso personal, propio de la gestión de su negocio, de cada camarero. Que se trata más bien de una materia legislada por las distintas ordenanzas municipales, regionales, nacionales y (ya se ha dicho) incluso europeas. Ante ese puñado de dictámenes reguladores de tal cuestión, poco puede hace el empresario: sólo, limitarse a cumplirlas. Le gusten más o menos. Por eso me pareció inapropiado (segundo hito) otro cartelito que detecté hace alguna semana a la entrada de otro bar: el dueño se confesaba (en inglés, por cierto) amigo de los animales. Lo cual me parece fetén: esas pobres criaturas que no hacen daño a nadie seguro que agradecerán siempre una cariñosa mano amiga. Con la segunda parte de su aviso no estaba sin embargo tan de acuerdo: la dueña del bar aprovechaba para invitar a sus parroquianos a ingresar en su bar con su mascota. Lo cual, habrá que repetirlo, está prohibido.
Tercer hito: concluía días atrás una ronda por la calle Somosierra, cuando el gentil dueño del Beitia me hizo reparar en un par de bebederos para perros situados a la entrada de tan ejemplar establecimiento. ¿La razón? Que, en efecto, había comprobado que la presencia de animales en su local estaba vetada (“Normal, tampoco pueden entrar por ejemplo en un supermercado”, aceptaba) por la legislación y que, en consecuencia, pretendía demostrar que su local nada tenía contra los animales ni contra sus dueños. De modo que había situado esos dos platillos para cumplir con el mandato bíblico: dar de comer y beber al hambriento y al sediento, qué importa si sólo sabe ladrar (hay algún ejemplar análogo que no obstante camina a dos patas). Así, sus propietarios podrían degustar de las ricas gollerías que despacha adentro, en su exitosa barra, sabedores de que sus mascotas les imitarían, sólo que fuera del bar.
En fin. Que lejos de mi ánimo denostar al mundo perruno en general, que para algo ha sido históricamente señalado con una expresión (eso de perra vida) que señala la dificultad que históricamente han tenido sus integrantes para llegar al final de cada día. Pero aprovecho para recordar lo antedicho. Que aunque existe alguna confusión legal en cuanto a la interpretación de la norma, parece claro que no: que los animales deben permanecer fuera del bar y sus dueños, dentro. Y que no se trata de una decisión que puedan adoptar (como bien advierten los ejemplos citados arriba) los dueños de cada bar: la Administración decide por ellos, igual que en otras cuestiones cotidianas, puesto que se trata de garantizar el cumplimiento de las ordenanzas.
A este respecto, añado este comentario que me hacía llegar un compañero, encendido defensor por cierto del reino animal, días atrás: el desagradable impacto que le generaba ingresar en cierto bar que no nombraremos porque su dueño, propietario a la vez de unos perros de impresionante tamaño, los dejaba sueltos por el local, generando ruidos, malestar y hasta cierta inquietud entre la clientela. De modo que regresamos al principio de este artículo: como bien nos alertan desde el Tizona, resulta compatible adorar a los perros y limitar su presencia en los bares. A veces es por su bien: pueden verse expuestos como sus dueños a la desagradable sensación de acodarse en su barra predilecta, dirigir su mirada a la televisión y que aparezca Tele 5.
Él nunca lo haría.
P.D. Se ha citado arriba el Beitia y se vuelve a mencionar aquí, porque tal vez algún feligrés asiduo habrá notado el tributo sutil que este bar rinde al llorado Florida de la calle San Agustín, cuyos ajos tanto reconfortaron a sus parroquianos conspicuos en aquel Logroño en blanco y negro. Ajos en vinagre, un suculento, sencillo y recio bocado que en el Beitia despachan según la receta clásica y bajo esa misma denominación: para que no quepan dudas del homenaje que se rinde al viejo bar desaparecido, el gigantesco tarro donde duermen esas cabecitas de ajos luce su nombre bien visible. Florida. Y ya está dicho todo.