He olvidado la primera vez en que alguien me habló del Ciudad de México. ¿México? ¿México en Logroño? Resultó que algún benemérito constructor logroñés había ideado bautizar con ese cariñoso recordatorio al país hermano una promoción de viviendas que empezaba a elevarse allá donde la ciudad casi dejaba de serlo. Una feliz ocurrencia: aquella urbanización, dotada de elementos muy avanzados para la época, se convirtió en una referencia local, lo cual da idea del tamaño de su éxito. Porque toda esa manzana, y casi el barrio incluido, empezó a denominarse de esa manera en la jerga logroñesa: donde el México, se decía y todavía se dice, y todo el mundo entendía y entiende de qué estamos hablando. De ese rincón de Vara de Rey, frente al colegio de las Escolapias, donde no sólo se levantaban esos pisos célebres: también daba nombre la misma voz al bar que pronto se instaló entre ellos. Ocupando un local en una bajera, dotado de terraza frontal y de otra emboscada junto a la puerta trasera, que durante años defendió con maestría el amigo Ángel.
El México, que ha aparecido aquí otras veces, representaba el ideal de cualquier hostelero: un bar que casi nunca cerraba. Abría para el desayuno temprano y la bola empezaba a correr: el cafelito de media mañana, el reparador tentempié del mediodía, el aperitivo… Ofrecía también almuerzos y pronto se convirtieron en famosas sus sobremesas bien regadas de cafés y naipes, las meriendas de las criaturas cuyos progenitores acababan de recogerlas del cole, el vino vespertino acompañado de algún bocado… Las cenas, las recenas y las copas que se asomaban a la medianoche… Lo dicho: un bar que parecía infinito. Donde además estaban aseguradas las risas si le hacías a Ángel el favor de hacer como que sus chistes tenían gracia…
Alineada con el patrón, la plantilla de camareros aseguraba un servicio profesional y eficaz, de modo que se entenderá lo antedicho: el enorme impacto que generó en aquel Logroño que se dispuso a crecer en la misma dirección. Hacia el sur. De modo que se explica que a su vera brotara años después otro bar que se instalaría en su exitosa estela y aceptó también la nomenclatura azteca. Nació el Monterrey. Y las gentes de este periódico fueron todavía más felices: ya tenían un sitio más donde abrevar a la salida del trabajo o mientras esperaban que llegara el teletipo de última hora. Como ambos bares nos quedan enfrente, se entenderá la predilección que en esta casa se reserva para ambos locales, para sus fundadores por supuesto y para quienes luego los defendieron…
… Hasta esta hora presente, cuando esa breve manzana puede presumir de disponer de una jugosa oferta en materia de bares, garantizada con la sola presencia de tres locales. Porque a los dos citados, que mantienen competitivo su nivel, se unió hace algún lustro la renovación emprendida por El Andén, que dejó de ser la degustación de café de antaño para convertirse en un negocio multitarea, igual que sus hermanos de acera. Desde temprana hora bulle la barra, donde según mi experiencia se sirve (milagro, milagro) un estupendo cafelito, perfecto de punto. Tan perfecto como su otra gran baza para gozo de la clientela: la caña. Muy, muy bien tirada: los camareros de El Andén parecen de Madrid. Y puesto que el servicio es eficaz y discreto, la música de fondo no molesta sino que se agradece y la barra se dispone bien surtida de gollerías… El éxito se da por descontado.
Como también es el caso del vecino Monterrey, que puede alardear de esa misma oferta de su vecino competidor y añade además su vocación por las copas nocturnas, una franja que ocupa con sobresaliente respuesta de público puesto que figura en el ADN fundacional de la familia que tantos años ocupó este local, los Zapata. Sirven por cierto una barra muy rica en manjares de todo tipo: ya se mencionó aquí sus estupendos morros. Gloria bendita. Y su carta de vinos, también como la propia de El Andén, me parece muy acabada. Otros dos bares lindos y queridos.
Concluye el paseo ahí al lado, en el México originario. Que ahora se denomina Porto Vecchio y, como otras ramas de la misma familia, se distingue por el producto estrella: la tortilla de patata. Que recuerda al bocado inaugural, esas tortillas nacidas en los fogones de la misma familia allá en el Porto Novo, de cuando el Tontodrómo era eso: el lugar donde había que estar. Para ver y ser visto. De aquel Porto Novo nacieron unos cuantos bares denominados Porto Vecchio: por ejemplo, el de Vara de Rey, que cuenta además, como el anexo Monterrey, con la discreta terracita del fondo. Esos veladores donde tantos y tantos logroñeses que hoy ya están pensando si les quedará paga cuando se jubilen celebraron algún cumpleaños o su primera comunión. Fiestas infantiles, fiestas familiares, amenizadas a menudo no sólo por el mejorable ingenio de Ángel contando chistes: también atacaba de vez en cuando su acordeón. Que dejó de sonar cuando abandonó su negocio, aunque Ángel nunca dejó Logroño: lo verá usted de vez en cuando como yo, por estas calles que son las nuestras, recordando los felices días pasados al frente de su bar. Que hizo bueno a su manera el mandato bíblico: dar de comer al hambriento y de beber al sediento. Sobre todo, a tanto hambriento y sediento periodista de esta casa.
P.D. Se puede perpetrar una ronda de solo tres bares y quedar saciado, sobre todo porque las barras están bien dispuestas de una rica oferta multicolor, como lo demuestran cada día los alojados en tan breve tramo de Vara de Rey. Quien se quede con ganas de proseguir su itinerario, allá en el cruce con la Circunvalación dispone de otra barra, la del Sándalo. O dirigir sus pasos hacia el norte, donde se alza el Ciudad Jardín y también el Comodoro. Y hay otra opción: doblar la esquina por Poeta Prudencio e ingresar en el periplo que se ofrece por el barrio de Cascajos. Pero esa es otra historia.