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Jorge Alacid

Logroño en sus bares

Viva La Gallega

La Universidad y La Casita, en la Travesía de Laurel. Foto de Justo Rodríguez

 

Hace alguna tarde me ocurrió en un suceso memorable. Sentado en la mesa de una taberna gallega, pedí una jarra de Ribeiro, que la camarera allegó a mi mesa acompañada de unas pequeñas tazas de cerámica, donde depositó ese néctar. Sufrí una regresión de inmediato. Volví a verme de chaval, acodado en la barra de cierto bar de la calle Laurel (su Travesía, más exactamente), atacando una pócima similar en una vasija semejante. El bar se llamaba La Universidad. Y puesto que lo atendía una camarera gallega, tenía sentido atreverse con el Ribeiro de la casa, que entonces (antes de la globalización hostelera) todavía conservaba un punto exótico. Aquellas jarritas marrones se alojaron en mi hipotálamo para los restos, por lo que observo. Y llevarse tantos años después aquel bebedizo a los labios tenía algo de atreverse con el elixir de la juventud. Siento notificar que sin ningún éxito, improbable lector.

Días después, asistí a otro prodigio de este mismo linaje galaico-riojano, lo cual me convenció de que le debía unas cuantas líneas a la añorada dama. Crucé ante la puerta de uno de los bares que defiende su prole en esa esquina de nuestro itinerario favorito y observé su renovada fisonomía, dotada de un excelente gusto. La herencia de aquella extraordinaria mujer cuyo nombre (ay, lo siento) he olvidado se desdobla al menos para mi memoria en un par de barras medio vecinas en la calle Laurel, aunque yo siempre la recordaré al frente del bar llamado La Universidad: la primera universidad con que contó Logroño. Un tributo tal vez al remoto campus compostelano.

La gallega (así la llamamos: así la seguiré llamando) ofrecía no sólo vino de Ribeiro y algunas golosinas que nuestros bolsillos adolescentes no se podían permitir. Ofrecía sobre todo simpatía, el factor esencial que buscamos en nuestros camareros predilectos. Que ella regalaba en generosas dosis. También nos despachaba con idéntica prodigalidad algo que también buscábamos, aunque sin saberlo. Comprensión. Escuchaba las cuitas de sus clientes más jóvenes como si de verdad le interesaran. En aquellas confidencias que ella atendía gentil se sustanciaba la eterna angustia que procura la juventud, de la cual sólo te enteras cuando has pasado a la siguiente etapa de tu vida. Algo de lo que ella también entendía: con mucha mano izquierda, la eterna sonrisa tan contagiosa como inolvidable, guiaba tus pasos hacia una suerte de espacio placebo. Que eso era su bar. Una universidad de cuanto la vida nos iba a ir enseñando.

Así la recuerdo hoy. Diligente, elegante, discreta. Una mujer muy atractiva, con su roja cabellera incendiada, flameando a lo largo de la breve barra. Una camarera modélica. Todavía por entonces (finales de los 70, primeros 80) era raro encontrarse por el corazón de Logroño con un bar atendido por una mujer. Aquella extravagancia para la época se disolvía pronto en la atmósfera de normalidad con que ella presidía su quehacer. Una estupenda profesional, de esas que ya no quedan apenas. Que sabe cuándo necesita su parroquiano alguna palabra o cuándo prefiere la discreción; en esos momentos, se mantenía agazapada en un rincón, secando los vasitos de cerámica. Hasta que volvía a sonreír iluminando el bar entero, lo cual solía ocurrir cuando entraba una cuadrilla de alevines de chiquiteros. Le atraía la clientela más joven, un cariño recíproco: La Universidad fue uno de los primeros bares donde quienes nos empezamos por entonces a afeitar no nos sentíamos incomodados ni intimidados por la feligresía senior. Donde fuimos universitarios sin saberlo. Y sin saberlo además nos dio clases una estupenda catedrática en los conocimientos que más necesitábamos: los de la vida. Que luego seguimos aprendiendo en el bar abierto un poco más allá, La Casita.

Aquella leyenda de la calle Laurel falleció prematuramente. Recuerdo poco de aquellos años, pero no olvido que un día me estampó dos besos (uno en cada carrillo) en homenaje a un reportaje que acababa de publicar, protagonizado por una de sus hijas, entonces una precoz amazona que destacaba en el mundo de la hípica. Cosa que yo ignoraba mientras entrevistaba a la chiquilla. Brindamos con las tacitas de Ribeiro y me alejé de su bar, que dejé de frecuentar: también en nuestra conducta como parroquianos nos dejamos llevar por las modas. Las últimas veces que la entreví desde la puerta ya no me recordaba tanto a la mujer que conocí. Le costaba sonreír. Señal de que venían tiempos fatales, aunque en cierto sentido le acompañó la suerte que a muy pocos seres humanos distingue: tiene la fortuna de no ser olvidada. No creo equivocarme si concluyo estas líneas, mientras paseo de nuevo por este tramo de calle, que ese sentimiento que mantengo en fidelidad hacia ella por los buenos ratos compartidos será una emoción común para una generación de logroñeses. Que no la olvidan. Para quienes nuestra querida gallega siempre estará viva.

P.D. Gracias a la web de la calle Laurel me corrijo a mí mismo: sí, sí recuerdo cómo se llamaba aquella camarera gallega. Se llamaba María Luisa. En la web se anota que fundó en 1987 La Casita con su marido, José Andrés, y que su hija Esther se ocupa hoy de seguir los pasos familiares recién renovada la fisonomía del bar con una imagen muy de mi gusto, como ya he mencionado arriba. También registra la misma web que La Universidad, el bar fundacional bautizado con el paso del tiempo como pulpería, nació allá en 1978. Y que, en efecto, conserva sus tacitas de Ribeiro. Esa punzada madrileña en mi corazón tan logroñés que disparó estas líneas.

Un recorrido por las barras de la capital de La Rioja

Sobre el autor

Jorge Alacid López (Logroño, 1962) es periodista y autor de los blogs 'Logroño en sus bares' y 'Línea de puntos' en la web de Diario LA RIOJA, donde ocupa el cargo de coordinador de Ediciones. Doctor en Periodismo por la UPV.


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