En capítulos anteriores, ya tuvimos que emigrar de excursión para justificar la importancia que tiene en el mundo de los bares esa tipología tan fetén llamada el bar de carretera. Cualquiera que haya tomado alguna vez el volante o viajado de paquete habrá ido construyendo en su memoria un feliz rosario con sus más gozosas estaciones, asociadas a sus aventuras como turista por el mapa patrio o allende las fronteras celtibéricas. Ese garito donde había que parar a toda costa, por fuerza, porque el cabeza de familia imponía su criterio al resto de la prole y mamá y sus increíbles hijos acataban la orden y desfilaban obedientes hacia el local, ya sabe el improbable lector de qué estamos hablando: barullo de mondadientes en el suelo, megafonía tronante, bizarra oferta musical (modelo casete) en una esquina de la barra y una cuadrilla de camareros con demasiada mili a sus espaldas.
Ese modelo de bar de carretera ha muerto, amiguitos. Ya os habréis dado cuenta. O sobrevive apenas, al pie de las pocas autovías que consienten su presencia tentadora para el reparador tentempié, el cafelito para estirar las piernas o el castizo universo del menú del día: eso de parar el coche allí donde se observe aparcada una tropa de camiones. Ha muerto como lo conocimos y la culpa la tiene el Ministerio de Fomento, departamento de señalizaciones: puesto que el célebre departamento ministerial que tanto cariño dispensa a La Rioja ha plagado de doble calzada la piel de toro, salvada sea nuestra bendita tierra, ocurre que las nuevas carreteras ya no pasan por donde transcurrían las viejas. Usted puede cruzar kilómetros y kilómetros de autovía sin divisar hasta donde alcance la vista el querido monumento: el bar de carretera ha desaparecido. Nadie sabe cómo ha sido.
Lo acabo de comprobar en un viaje reciente por la Meseta. Alguna maldita señal oficiaba en realidad como señuelo, como trampa para incautos: prometía una parada técnica justo aquí al lado pero era abandonar la rotonda e iniciar un peregrinaje por los pueblos de alrededor que ponía a prueba los reflejos de Google Maps. Luego ocurría que sí: que había un bar. Y hasta una gasolinera. Pero se alojaban tan a desmano que uno perdía el ritmo y hasta la noción del tiempo y el espacio. Despistado, regresaba por esas tierras de nadie, infinitos páramos de la España vacía, hasta ver si acertaba con la salida donde había dejado la autovía y con algo de suerte retomaba el camino. Hasta la siguiente etapa, donde debía ejecutar una maniobra similar: cruzar los dedos de los pies y confiar en San Cristóbal y la diosa fortuna. A ver si el garito estaba más a mano y podía llegar a su destino antes de que cerrara el control.
Lo cual me parece fatal. Sobre todo, en esta época tan pautada, que nos envuelve en un barullo de datos y pistas hasta para las rutinas más primarias. Así que hay gato encerrado: que la señalización evite precisar la distancia exacta donde habita ese prometedor trago (opcional, visita al aseo) sólo puede responder a un deseo preconcebido de hurtar semejante información. Y me desdigo de cuanto acabo de escribir: lo entiendo. Lo entiendo perfectamente. Porque esa magra indicación que en realidad apenas indica nada nos conduce a visitar esos pueblitos alejados del trazado principal que se quedarían aún más muertos de lo que están si el avisado conductor concluyese que no le merece la pena semejante desvío y probara suerte más adelante.
Y además nos quitaría de este otro placer, un placer de otro tiempo. Atravesar la estepa castellana, ese desierto tan poético. Divisar allá al fondo lo que parece ser un pueblo, indicio que confirmamos en cuanto asoma el campanario de la iglesia, la silueta del frontón, la triste marquesina del autobús patrocinada por una caja de ahorros que ya no existe. El paisano fumando boina en ristre al pie del arcén, la señora en bata barriendo la fachada de la casa, el viento solano barriendo también su cuota alícuota del paisaje detenido en el tiempo. Esas estampas propias de la España que conocimos a bordo del 600 familiar (LO-23.152), hoy arrumbadas a mayor gloria de la globalización que todo lo uniforma, depositarias de un genuino encanto que merece sobrevivir tanto como el bar de carretera.
Hablo por mí. Hubiera sido una auténtica pena perderme el espectáculo que me regaló la bendita señalización que de casi nada informa. Me hubiera ahorrado esos kilómetros pilotando por la auténtica nada, pensando si me había equivocado de ruta. El placer de deambular al volante sin mirar el reloj, ese privilegio anterior a la implantación del navegador obligatorio. Detener el coche frente a un bar de intimidante aspecto mientras empezaba a chispear y un recio frío mesetario desmentía la primavera. Ingresar en el local y maravillarme por la supervivencia entre nosotros de semejante establecimiento, de enigmática denominación: Club UJTA. Aviso a los malpensados: no es lo que estáis sospechando. Se trata de un bar ejemplar, estupendamente defendido por ese tipo de camarero tan añorado: capaz por sí solo de despachar a toda la clientela sin agobios de ningún tipo, esa clase de profesionalidad discreta que convierten esos metros cuadrados en un espacio de mullido confort. Ya no hay prisas. Afuera sigue lloviznando mientras saboreamos el estupendo cortado, óptimo de punto, acompañado por una estupenda magdalena cortesía de la casa, como el pincho de jugosa tortilla que también te regalan de saque. Un bar donde se tarifa a los precios anteriores a la llegada del euro. Te reciben con un gentil saludo y te desean buen viaje. Un bar de pueblo que se ha convertido en un bar de carretera. De donde te despide nada menos que el amigo Elvis Presley en formato reloj, apoyado sobre un extintor: imposible no amarlo. Imposible olvidar al bar UJTA. Sobre todo, porque de vuelta a la autovía se hará muy entretenido lo que resta de trayecto pensando en eso: en Elvis. Y en qué significa UJTA. Una pista: se aloja en un encantador pueblo leonés llamado Toral de los Guzmanes. Se premiará a los acertantes.
P.D. El viaje mesetario incluyó otra parada no menos formidable. Quien cruce por los aledaños de Mombuey, población zamorana de desconcertante nomenclatura, hará bien en detenerse ante La Ruta, bar y restaurante donde se oficia esa prodigiosa coreografía tan alabada: la que ejecutan sus camareros para dar de comer al hambriento y de beber al sediento a precios muy ajustados, rapidez vertiginosa y elevada profesionalidad. Todo un espectáculo: haga usted como yo, tome una silla del fondo y observe desde allí cómo salen las comandas de la cocina en perfecto orden, disciplinadas como guiadas por un robot japonés. O cómo desfila hacia la salida la multitud hace un minuto apiñada ante la barra o cuán de sabroso se sirve el bocata. Y con qué simpatía ejercen su endiablado trabajo estos magos y magas de la hostelería. Esos hechiceros que te siguen llamando caballero y te desean buen viaje.