En una de mis películas favoritas, ‘Eva al desnudo’, una jovencita Marilyn Monroe encarna a una aspirante a actriz a quien guía por los entresijos del artisteo su particular Pigmalion, en la piel del maravilloso actor George Sanders. Quien pronuncia la frase célebre cuando su pupila se queja de que no termina de pillarle el truco a la televisión, entonces todavía un arte naciente, puesto que no terminaba de hacer una prueba cuando ya estaba interpretando otra, queja a la cual Sanders replica lo siguiente: “Pero, querida, eso es la televisión: pruebas”. Pruebas. En efecto: para el profano que sólo ve el resultado de tanto desvelo cuando enciende su pantalla, diríase que todo fluye sin esfuerzo. Ignora que detrás de esa magia hay cantidades mayúsculas de ingenio y energía. Y de repeticiones: infinitas repeticiones hasta dar con la toma buena. Sin saber nunca si habrá suerte o no al final de esta carrera de fondo. Porque puede suceder que mil pruebas después, el azar haga de las suyas y, por ejemplo, las tomas en que Manolo derramaba aceite en porrón mientras preparaba para la tele una ensalada en El Soldado de Tudelilla queden desactualizadas porque decidió jubilarse unos meses después de que le rodaran en semejante trance.
Que es justo lo que acaba de suceder. El dios de los bares también juega a los dados: las buenas gentes de Minoría Absoluta, la productora del Canal Viajar a quienes tuve el placer y el honor de conducir allá en abril por Logroño para el programa que emite este domingo, se quedaron fascinados cuando ingresaron en los dominios ya extintos de Manolo y le pidieron pruebas y más pruebas. La toma buena no tardó en llegar, en cuanto nuestro hombre controló los nervios, se relajó y fue él: fue Manolo, el genuino Manolo. Que ya no defiende desde hace unos pocos días su barra benemérita: para la posteridad quedará no obstante cautivando a la cámara ejerciendo de sí mismo. Un espectáculo que merecía la pena verse. Sobre todo, ahora con sus puertas cerradas: ahí queda eso, podría ser el eslogan que justificara que la productora no cortara finalmente esa escena donde el hechicero de El Soldado aparece derrochando aceite, vinagre, sal y encanto. Mucho encanto.
Cuando llegamos a su bar aquella noche de primavera, con la consigna de ofrecer al improbable espectador una muestra de lo que se pierde si nunca se deja caer por Logroño a esa hora en que empieza a anochecer y forasteros e indígenas se entregan a las rondas por los bares conspicuos, veníamos de recoger el testimonio de sus vecinas, las hermanas Loro. Que por entonces acababan de abrir su propio local, Divina Croqueta, a mayor gloria desde luego de semejante bocado pero acompañando su ingesta con una acertada carta de vinos y un plato donde homenajean al propio Manolo: su ensalada legendaria convertida en un trampantojo. “¿Habrá pillado el interesado esto del homenaje?”, pregunté a las buenas hadas de Sorzano. “Creemos que aún no”, se rieron. Y proseguimos ruta.
Aquel itinerario que tracé para las gentes de Canal Viajar debía condensar a mi humilde juicio la experiencia de todos quienes alguna vez transitan por Logroño de noche y picotean aquí y allá. De modo que eliminé ciertos bares donde tengo puestas todas mis complacencias, para que el resultado fuera lo más panorámico posible: deambulamos por Laurel hasta llegar a La Taberna del Tío Blas, nos dimos una vuelta por el Moderno y acabamos el viaje en El Guardaviñas. Porque quería explicar a las cámaras que allí, en la calle Mayor, empezó todo. La costumbre del chiquiteo se instauró no tanto en Laurel y San Juan como ahora es ley, sino en las calles del viejo Logroño, entre La Redonda y el Ebro. Y que las gentes de El Guardaviñas hayan recuperado esa idea de la neotaberna, despachando jugosos bocados y estupendos vinos, tenía algo de regreso a las fuentes primigenias que me parecía pertinente recordar al universo mundo.
Mientras escribo estas líneas, desconozco si he hecho mucho o poco el ridículo: no he visto aún el resultado de mi salto a la fama internacional. Cruzo los dedos. Y confío en la benevolencia del potencial público para disculpar mis errores en materia televisiva. Porque además el rodaje me pilló en unos días bastante bajos en lo personal por cuestiones que no vienen al caso y tal vez mis ojeras ya pronunciadas y otros desperfectos de serie destaquen más de la cuenta: nada que no pueda despejar una buena edición televisiva (y cruzo de nuevo los dedos). Doy fe de que me entregué a fondo: me creí el personaje, una suerte de cicerone por el Logroño en sus bares que quería compartir con hipotéticos interesados, en la esperanza de que sirva para atraer a viajeros ahítos de conocer en persona a Manolo y al resto de la cofradía. Aunque siento defraudarles: el viejo Soldado se retiró a sus cuarteles de invierno. Pero queda su magia. Una oportunidad magnífica de fetejarla a través de las imágenes donde se le ve como le conocimos: disfrutando y haciendo disfrutar a su parroquia, después de pruebas y más pruebas. Que eso son los bares y la vida, no sólo la tele. Pruebas. Pruebas y errores.
P.D. Estas líneas son las que nunca pensé que iba a escribir. Como otros incondicionales de El Soldado, yo también pensé que esa tasca tan querida era eterna. Nos equivocamos, claro está. Desde que canceló su puerta, procuro evitarla. No quiero verlo: algo mío se ha perdido allí dentro. Y aunque confío en su milagrosa resurrección algún día de éstos, me conformaré mientras tanto con recordarle como era en activo, a través de la pantalla de televisión, luego de ese fantástico viaje por Logroño de noche donde me acompañaron como sherpas Cristina Urgel, José Luis Pancorbo y otras benevolentes almas, tan logroñesas como noctívagas. A quienes podrán ustedes ver en acción este domingo, en dos pases: a las 17.30 horas y a las 23.25. Sean ustedes igual de benevolentes. Sobre todo, con Manolo.