Una mañana dominical de mi (ay) lejana mocedad ingresé a una inhóspita hora en Laurel por la encantadora cuestecilla que une la calle con Bretón de los Herreros. El solitario paisaje invitaba a darse la vuelta y husmear por otros territorios (el Tontódromo, por ejemplo) pero de repente a mi espalda un ruidito confirmó la presencia humana en uno de sus bares icónicos: el Blanco y Negro. Miré hacia su interior y no vi a nadie, aunque una luz encendida al fondo atestiguaba que, en efecto, alguna esperanza de vida anidaba más allá de la barra. Di una voz y otra me contestó: unos segundos después, de entre las tinieblas emergía la figura de su todopoderoso guardián, un caballero llamado Julián. Así se presentó luego de confirmar que aunque no lo pareciera el bar estaba cerrado. Pero que en atención a mi presencia y la de mis acompañantes nos atendería si no dábamos mucho la lata. Es decir, si nos limitábamos a un sucinto refrigerio. Como resulta que nos encogimos de hombros porque no sabíamos muy bien si queríamos o no queríamos seguir en aquel bar semiopaco (las indecisiones propias de aquella remota juventud), el propio Julián despejó las incertidumbres. Allegó unos porroncitos y unos platillos con anchoas. Jugosos los unos, suculentas las otras.
Así transcurrió aquella mañana en el Blanco y Negro que sigo sin olvidar pese a que han llovido desde entonces unos cuantos porroncillos, utensilios ahora en retroceso a mayor gloria de la corrección burocrática que los margina. Esa mañana, nuestro hombre siguió acercándonos a fenomenal ritmo unos cuantos platillos de anchoas, sin solucionar en ningún momento la duda central: si nos estaba invitando porque se había compadecido de aquellos mozalbetes seguramente sin un duro (acertaba) o si por el contrario había decidido abrir el bar sobre la marcha y ya éramos para él unos clientes más. La duda se fue engordando a medida que iban cayendo los porrones y las anchoas, porque Julián los ofrecía sin haberlos pedido, presumiendo de las sabrosas viandas que preparaba en la cocinilla. Cuando ya nos íbamos a marchar, tímidamente le preguntamos eso de qué se debe. Entonces fue Julián quién pareció dudar: “Que qué os cobro, que qué os cobro… Pero qué os puedo cobrar. Si he pasado una mañana estupenda con vosotros”. Pronto acertó sin embargo con la solución al enigma: nos pidió una cantidad de dinero que estaba muy por encima de nuestras posibilidades y exigía una derrama coral por el método de retorcer los bolsillos en busca de alguna peseta olvidada que nos permitiera abonar la minuta. Cosa que hicimos, no sin esfuerzo. No recuerdo si nos fuimos más molestos que asombrados de su desparpajo. Tal vez las dos cosas.
De aquella anécdota ocurrida en el pleistoceno guardé durante algún tiempo un sabor amargo. Que duró poco. Luego caí unas cuantas veces más en la jurisdicción del amigo Julián, porque me parecía en realidad un auténtico mago de la calle Laurel. Que proveía por cierto a su clientela de aquellas riquísimas anchoas, de un sabor como no he vuelto a catar. Y porque le cogí algún afecto y porque además el Blanco y Negro poseía un encanto singular. No sólo porque Julián te reconocía desde que pisabas sus baldosas y te acercaba el porrón sin haberlo pedido siquiera (luego te lo seguía cobrando, por supuesto, como aquella primera vez), sino porque el espacio donde ejercía de comandante en jefe estaba dotado de un atractivo difícil de identificar pero genuino. Con el paso del tiempo, me acostumbré a dejarme caer por el Blanco y Negro por otras dos razones: sus bocatitas de (por supuesto) anchoas (con pimiento verde) y las fotos que decoraban el friso que recorría la barra, obra del gran (y llorado) Emilio García, quien brindó sus servicios en el desaparecido El Correo y prestó a los dueños del bar algunas de las mejores imágenes que nadie tomó nunca de los años gloriosos del Logroñés.
Si vuelvo ahora sobre aquellos pasos iniciales en los dominios de Julián y sus herederos es porque mientras me entretenía con una entrada reciente a propósito del Achuri, caí en la cuenta (gracias al propio Juan Carlos) de que el Blanco y Negro es con seguridad el bar más antiguo de la calle. Según el patrón del Achuri, porque en su momento sería incluso posada, etapa que hunde sus raíces siglos atrás. De aquel negocio inicial poco se sabe. Más fresca se conserva en la memoria popular la larga y fecunda estancia de Julián, quien pasó más tarde el testigo a quienes ahora dirigen el local, allá en los años 80, con María Ángeles Mendoza al frente, depositaria de un maravilloso legado que defiende con la reconocida solvencia que distingue históricamente al bar y que se remonta a unas cuantas décadas anteriores. Incluso hay algún veterano feligrés que recuerda al Blanco y Negro como tal, hace casi un siglo, clásico entre los clásicos de la calle Laurel. Con una precisión, como apuntan desde el propio bar: que en realidad se ubica en la calle Bretón, a cuyo inmueble número 48 pertenece el local que lo acoge.
Lo cual confirma que, en efecto, se trata del negocio es el más antiguo de la calle y evoca inevitablemente esos años en que la oferta de anchoas en su barra era abrumadora, los años de aquella epifanía con porrón incluido. Luego, los hábitos del público fueron cambiando. El domingo era por aquella época el día estelar de la semana, nada que ver por lo tanto con los actuales tiempos y costumbres. De modo que las bandejas de anchoas fueron desapareciendo en beneficio de otro bocado singular, jugosísimo. El llamado ‘matrimonio‘, ese delicado bocadillo que funde el sabor del pimiento con el aroma de la anchoa (ella, otra vez) y que se sirve por cientos “y hasta por miles”, como subrayan por el Blanco y Negro. Desde donde también miran hacia atrás para recordar que la Travesía como tal nació hará cosa de un siglo, según la documentación que puede consultarse en el archivo municipal, gracias al derribo de un edificio que permitió el actual acceso a la calle Laurel desde Bretón por ese castizo pasadizo. Pero también el Blanco y Negro otea el futuro, un brillante porvenir que resume en esta frase: “Trabajamos para que la gente siga pensando en nosotros cuando viene a la Laurel”.
P. D. El Blanco y Negro, como se acaba de precisar, se aloja no tanto en la propia calle Laurel como en el edificio de Bretón de los Herreros que hace esquina con la Travesía. Es una de tantas singularidades que distinguen a la calle, que en realidad (como alguna vez se ha citado) es una y trina: la Laurel en sí y sus dos afluentes, Albornoz y la citada Travesía. Incluso, siendo generosos, podemos incorporar a este itinerario así llamado (la Laurel) la calle San Agustín, dotada sin embargo de su propia fisonomía y personalidad.