En el bar La Esquina alguien me hizo una de las dos únicas fotografías que conservo de mi deambular por los garitos de confianza en las rondas aquellas de la adolescencia que parecía eterna. Entonces, en los años analógicos, era una rareza ver a alguien cámara en ristre mientras trasegaba unos vinos, así que ignoro qué milagro ocurrió para que esa escena, en compañía de un par de jovencitas, quedara inmortalizada. Es un misterio que me sigue intrigando cada vez que tropiezo con esa foto en su álbum. ¿Quién fue el autor del retrato? También lo ignoro. Un cúmulo de intrigas que concede a esa imagen la condición de icono sentimental.
Tenía sentido aquella foto porque en aquella época era habitual conducir nuestros pasos hacia ese bar de la calle San Juan, frontera con la Glorieta. Bien porque era la primera parada para repostar si ingresabas desde el Muro, bien porque sería como posta final para el arranque (o arrancadilla, que dicen por La Rioja Baja, hoy Oriental). Y siempre porque garantizaba un bocado fetén, tarifado a precios sensatos, en ración muy generosa. Sus célebres bocadillos de tortilla de patata, facturados en sus fogones con una sobredosis de sabor que los convertía en un auténtico festín envuelto en pan hueco. Y, como digo, en tamaño king size: engullías aquel bocata y te quedaba el estómago almohadillado para unas cuantas glaciaciones. Aunque estaba tan sabroso, según lo recuerdo, que más de un tarde exigió de nosotros doble turno: un bocada a la entrada, otro a la salida.
La Esquina disponía además de un encanto adicional. El jefe de todo aquello, un veterano profesional que dirigía el bar como Von Karajan la Filarmónica de Berlín, apuntando a la excelencia. Entonces no era tan extraña la figura de un solo camarero ante el peligro de una clientela de exagerado número: el hombre, como otros de su estirpe, se las apañaba estupendamente para entregar cada comanda, hacer unas cuantas cosas al mismo tiempo, despachar los servicios, recoger los vasos y platos, expedir la factura y que pase el siguiente. Observar sus movimientos, una especie de Nureyev logroñés con mandil, era toda una experiencia: alguna vez, cuando el bar estaba atestado, me daba el placer de contemplar aquel espectaculo desde el doble ventanal (el que daba a San Juan, el orientado a la calle del Carmen).
Además, para completar su condición de imán, La Esquina proporcionaba un servicio utilísimo: sellaba quinielas. Lotería también, supongo, pero yo er muy de quinielas y me detenía en La Esquina para probar suerte, expectativa que siempre traicionaba porque en esos menesteres me dejaba guiar por mi doble pasión futbolera: la del Barcelona, que entonces no ganaba nada de nada y hacía añicos por lo tanto cada boleto, y el Logroñés, que tampoco se puede decir que fuera una máquina de triturar rivales. Pero como tenía puestos en ambos mis preferencias, la quiniela que me sellaban en La Esquina con puntualidad semanal acababa con la misma frecuencia hecha una pelota que encestaba en una de las papeleras del bar. Y que pase el siguiente.
Con el tiempo, La Esquina languideció. Me entero ahora de que nuestro hombre en la barra (Jesús ‘Chuchi’ Martínez) tuvo la mala idea de fallecer, el bar deterioró su desempeño (fruto del fallecimiento de su esposa, Angelines) y empecé a cruzar ante su puerta sin traspasarla. Me había quitado también de las quinielas y de los bocadillos, así que se entenderá que los paseos por la querida San Juan evitaran ingresar en ese bar que tanto frecuenté en la anterior glaciación. Me daba incluso penilla observar su decadencia, porque La Esquina, aunque de linaje humilde, era un bar bien castizo, con un punto muy atractivo. Empezando por su nombre. Un bar que merecía un presente y un porvenir más esplendorosos.
Más o menos, un presente y un porvenir como los que ahora le distinguen. He vuelto a entrar en La Esquina movido por la curiosidad de su reciente reconversión. El bar es otro pero su tortilla no: sigue estando riquísima. Misterios logroñeses. O no tanto. Los nuevos tripulantes de esta nave, vinculados por cercanía geográfica a la familia original, así que el secreto de ese preciado bocado lo llevarán en los genes. O sólo sucede que, como sus antepasados, les caracteriza la misma vocación por hacer bien las cosas y ofrecer un servicio profesional. Su barra ofrece otras gollerías, su carta de vino no está nada mal y tiran por cierto muy bien la caña. Sólo le falta para completar su antigua y querida estampa que reabra el Sagasta, regresen los estudiantes y vuelvan a cruzar la Glorieta durante el recreo para proveerse de aquel manjar. Los bocadillos de tortilla que encumbraron a La Esquina, hoy felizmente resucitada.
P. D. En uno de mis últimos paseos por la San Juan, cuando iba hacia La Esquina, tropecé con un auténtico milagro. Casi una epifanía: la presidenta Concha Andreu, con más de medio Gobierno a su alrededor, de vinos por esa calle tan logroñesa. El dios de los bares bendiga a los todavía flamantes ocupantes del Palacete, cuya presencia por cierto sirve para desmentirme a mí mismo cuando hace unas cuantas entradas en este mismo espacio, que sin duda el improbable lector ya habrá olvidado, me lamentaba por la escasa frecuencia con que los administrados tropezábamos con nuestros representantes tomando unos vinos. Y me sirve además para poner por escrito mis disculpas a otro integrante de la clase política regional: el exconsejero y diputado del PP Alfonso Domínguez, a quien olvidé citar entre el grupo de nuestros representantes que sí ejercen ese rito tan riojano (tan español, tan humano) de dejarse caer por nuestros bares de guardia.