Viernes, 13. Mala fecha. Inolvidable. El Gobierno acaba de sugerir que los bares, mejor cerrados. Drama general. También para el improbable lector. También para mí. Cuando salgo de trabajar, entrada la noche, observo sin embargo que unos cuantos locales se saltan la recomendación. Son una minoría, pero llamativa. Los que recorro con la mirada camino de casa están más que vacíos, mustios. De manera que es inevitable que los parroquianos que habitan su interior guarden las distancias físicas entre uno y otro que recetan las autoridades sanitarias, aunque hay excepciones. Lamentables excepciones. Cuando me apalanco en el sofá y enchufo el ordenador, la hermandad de las redes sociales ya ha emprendido la caza y captura de los infieles: un listado de bares al que sumo mentalmente los que acabo de anotar. Contra quienes prometo perpetrar mi incruenta venganza. No volveré a frecuentarlos.
El sábado de buena mañana, otro tanto. Unos cuantos locales ignoran la invitación a cerrar y también los voy retirando de mi carné de baile, aunque otros que la noche anterior permanecían abiertos esta mañana ya tienen las persianas bajadas. Cuando esa tarde se decrete el estado de alarma, y de la recomendación se pase a la prohibición, ya no habrá más debate ni quien pueda ignorar la orden, que vale para todos. Aunque debe anotarse aquí que me llegó puntual noticia de un inconsciente que persistió en mantener la actividad, medio de tapadillo. Pero fue descubierto por el vecindario, puesto su caso en conocimiento de las autoridades policiales y obligado a cerrar, espero que multa mediante. El resto, los que el día anterior tenían sus puertas abiertas y los que ese sábado aún resistían a primera hora, obedecieron la consigna. Y se obró el milagro. Todos los bares de Logroño estaban cerrados.
¿Todos? Un momento. Todos no. Ese sábado por la noche, de regreso a casa antes de someterme un par de días después a los rigores del teletrabajo que ya había despoblando de redactores esta casa, tropecé con una luz encendida. Era un bar del parque del Carmen, que no citaré. Tenía la verja echada, pero en su interior una dama pelaba la pava con un galán, solos con sus cuitas bajo una bombilla, cada cual con su botellín. La escena me conmovió. Parecía el cuadro célebre de Hopper, un encuadre mal iluminado en cuyo fondo sucedía el prodigio que siempre aspiramos a descubrir cuando visitamos nuestras barras predilectas. La vida, versión imperfecta. Creo que no hay otra.
Lo comprabamos estos días, estos extraños días. Días sin bares, un vacío doloroso para la parroquia conspicua pero sobre todo para quienes todavía (¡Todavía!) mantienen el hábito de visitarlos cada día, a veces a razón de doble dosis diaria: un par de vinos antes de comer, otra ronda preludiando el regreso a casa por la noche. Los adictos al cafelito, que pueden tirarse una mañana dando la vuelta al azucarillo del cortado. O las damas que estiran también la consumición mientras hilan la hebra o juegan a los naipes (vale también el dominó). Porque entre nosotros se trata de un hábito que tiene más de social que de hostelero. El bar, ya se sabe, contribuye a socializar la vida y su ausencia deja un espacio clamoroso por lo huérfanos de voces humanas que se quedan allí donde es más necesario. En La Rioja interior, por ejemplo, donde ejerce de club social. Y también en Logroño. Pienso sobre todo, con el ánimo encogido, en todos esos abuelitos para quienes la ronda diaria (o la doble ronda diaria, que los hay recalcitrantes) representa un fugaz motivo de alegría y confraternización como tal vez no encuentren otro en el otoño de sus vidas.
Así que derramo una imaginaria (o tal vez no tan imaginaria) lágrima por todos ellos, pero no quiero que el desánimo colonice estas líneas. Habrá tiempo de volver a ser felices en las barras que tanta dicha nos procuran, celebrar la vida no al amor de una mortecina bombilla sino saboreándola, entre deliciosos tragos y sugerentes bocados. Saldremos de la cuarentena, supongo, mejor dotados para afrontar nuestras rutinas porque (también lo supongo) durante el cautiverio habremos sabido valorar lo que de verdad merece la vida y lo que resulta insustancial, aunque le concedamos la importancia de lo que carece. Y entre esos relámpagos de luz que nos reaniman, pocos tan adictivos como esa ingrávida sensación de acudir al reclamo de la llamada de quienes nos esperan en los locales de confianza. Camareros pero también magos. Terapeutas, hechiceros y confesores. Que han sufrido como pocos sectores el embate del bichito infausto y a quienes debemos recompensar como merecen. Liquidando sus bodegas en cuanto esta crisis sea un recuerdo y también todas sus provisiones.
Bebiéndonos la vida.
P. D. Puesto que los bares cerraron, no quedó otro remedio que pertrecharnos de los ricos néctares que custodia la bodega domiciliaria, que hace una semana presentaba mejor aspecto, la verdad. Van cayendo las botellas de Rioja mediante una sensata dosis, pero también contumaz. Al fondo del botellero, duermen las menos atractivas. Son las que, si dura mucho este cautiverio, dentro de algunas tardes nos parecerán unas diosas.